La tristeza del cómico
Robin Williams se quitó la vida en su casa de San Francisco
Rocío Ayuso / Elsa Fernández-Santos / Los Ángeles / El País - Madrid 13 AGO
2014 - 00:01 CEST
Quizá ahora es fácil decirlo, pero entre las mil muecas de Robin Williams había
una infranqueable: la del hombre de ojos profundamente tristes. La depresión
que, según todos los indicios, empujó al actor de Chicago a suicidarse en la
madrugada de ayer a los 63 años en su casa de San Francisco, le acechaba desde
hacía años. Williams se suma así al trágico sino de tantos cómicos: la capacidad
de hacer reír a todos menos al tipo que vigila desde detrás del espejo. La
velocidad mental, el ingenio, la burla y los chistes boicoteados por un tozudo
espectador: uno mismo. Williams, que cargaba con la losa de una fuerte adicción
al alcohol y las drogas, de las que habló abiertamente en más de una ocasión, se
suma así al fatal mito de la famosa aria (Vesti La Giubba) de Ruggero
Leoncavallo inmortalizada por Caruso y dedicada a la peor de las tristezas: la
del payaso.
Mara Buxbaum, la representante del actor, apuntaba la causa del suceso: “Ha estado luchando contra una severa depresión”. En el mes de julio, incluso había estado ingresado. En 2006 ya había pasado por otra fuerte crisis. Williams, hijo de un ejecutivo de la industria del automóvil, no fue un chico popular sino solitario y gordinflón. Las famosas mil caras del histriónico actor, su talento para transformarse en cualquiera a través de su voz y mímica, probablemente nacieron en esos años en los que no le quedaba más remedio que inventarse a los demás en su cuarto de juegos. Tenía un talento innato para hacer reír, también para un humor paradójico: blanco e irreverente. La mejor diana, muchas veces, era su propia sombra.
Esa misma sombra que ha acechado a tantos genios de la comedia: de Lenny Bruce (acosado por las autoridades y fundido a los 36 años por una sobredosis de morfina) a John Belushi, amigo de trincheras de Williams desde la juventud de ambos en Chicago hasta el mismo día de la muerte de Belushi, el 5 de marzo de 1982, cuando Williams y Robert de Niro, según recuerda John Woodward en su libro Como una moto. La vida galopante de John Belushi, se sumaron a la fiesta terminal del bungaló 3 del Chateau Marmont. Belushi cayó en combate mientras que a Williams le tocó la responsabilidad de seguir viviendo. La muerte de su amigo fue un aviso a navegantes que le llevó directo a su primera cura de desintoxicación.
La maldición del payaso, dicen. Esa que —con variantes y matices médicos— afecta a cómicos de todas las generaciones. John Cleese, Jim Carrey, Ruby Wax, Dave Chapelle, Hugh Laurie, Stephen Fry, Jonathan Winters o Richard Pryor, por solo citar a algunos que han reconocido sus problemas psicológicos. No solo humoristas: Jon Hamm (Mad men) ha hablado abiertamente de la depresión que sufrió tras la muerte de su padre y Catherine Zeta- Jones de sus problemas con la bipolaridad. Genios como los de Michael Jackson, Heath Ledger o Phillip Seymour Hoffman encontraron en las drogas ese último momento de paz para un sueño que les era difícil de conciliar con su talento. Otros, más afortunados, como Robert Downey Jr., han sabido rehacerse y encontrarse. Incluso hombres de la talla de Charles Chaplin y Buster Keaton admitieron en su día ser víctimas de insoportables bajones emocionales. “Para hacer reír de verdad tienes que ser capaz de coger tu dolor y jugar con él”, reconoció Chaplin apuntando hacia la idea nada gratuita del permanente estado de fragilidad de un comediante. Como dijo Arsenio Hall —uno de los cómicos a los que imitó Robin Williams en Aladdin— “el humor nace del dolor”.
Algo que el British Journal of Psychiatry tradujo este año de forma
algo quirúrgica cuando indicó que los cómicos presentan más trazos de lo normal
de una personalidad psicótica. Evidentemente, no quiere decir que todos lo sean,
pero sí que muchos padecen trastornos de personalidad.
Lo ha descrito el británico Stephen Fry, diagnosticado bipolar a los 37 años y autor de The Manic Life of Manic Depresive. O Spike Milligan, otro humorista británico, autor de libros y documentales sobre la depresión. Milligan llegó a afirmar que el talento de un cómico es a la vez “un regalo y una maldición”. Algo que la australiana Felicity Ward ha llevado más lejos al convertir su lucha contra la depresión y el alcoholismo en un monólogo que pasea por los escenarios de los clubes de la risa.
Lo cierto es que hay algo excesivo y autodestructivo en muchos malabaristas de la risa. Esa maldición que provocó a mediados de los ochenta la voz de alarma de James Masada, el fundador del Laugh Factory, la sala en la que debutaron muchos de los grandes cómicos que luego triunfaron en Hollywood. Desde la páginas de Los Angeles Times, Masada advertía del gran número de caídos que siguieron a la sobredosis de Belushi y que culminó el día en que Richard Pryor se prendió literalmente fuego en un grotesco capítulo que no quedó claro si estaba provocado por un intento de suicidio o por un empacho de cocaína. Ahora Masada recuerda a Williams como esa persona que “estaba siempre interpretando a un personaje”, al que nunca conoció de verdad a pesar de ser su amigo durante 35 años.
Y otra vez las mil caras de un cómico (“me encantó el Robin sobrio. Aprecié verle más calmado y más centrado cuando rodamos Dos canguros muy maduros”, recordaba ayer en Facebook Rita Wilson, actriz y amiga de la familia Williams) que en esa feroz batalla por conocer su verdadero rostro fue el único capaz de hacer reír a Christopher Reeve tras la depresión que le provocó el accidente que le dejó completamente paralizado. Compañeros de habitación durante los años de estudios de arte dramático, Robin se volcó con la enfermedad de su amigo, puso dinero para su fundación y para sus carísimos tratamientos. La muerte en 2004 de Reeve fue otro duro mazazo. Williams nunca llegó a superar la desaparición de otro amigo. La sombra volvía al ataque.
Pese al desenlace final sería injusto negarle al actor su capacidad de lucha. No ocultó sus problemas (“la cocaína se convirtió en mi escondite, la mayor parte de la gente busca en la cocaína un subidón. En mi caso, me echaba el freno, me daba calma”), bromeó con sus debilidades, puso humor y distancia, superó una operación de corazón y varios fracasos familiares. The New York Times aseguraba en una de sus últimas entrevistas que ahora era un hombre más introspectivo, más tranquilo y que valoraba mejor las cosas pequeñas. Pero no es fácil hacerse mayor. Tampoco lo es dominar a tu díscola sombra. Todos, Williams también, olvidamos con demasiada frecuencia la advertencia de J. M. Barrie al describir esa cualidad única del pequeño Peter Pan (ese personaje con quien tanto gusta comparar al actor estadounidense y cuya imposible madurez retrató en Hook, de Steven Spielberg). Y es que por mucho que lo deseemos, absolutamente todos los niños “excepto uno” acaban creciendo.
Mara Buxbaum, la representante del actor, apuntaba la causa del suceso: “Ha estado luchando contra una severa depresión”. En el mes de julio, incluso había estado ingresado. En 2006 ya había pasado por otra fuerte crisis. Williams, hijo de un ejecutivo de la industria del automóvil, no fue un chico popular sino solitario y gordinflón. Las famosas mil caras del histriónico actor, su talento para transformarse en cualquiera a través de su voz y mímica, probablemente nacieron en esos años en los que no le quedaba más remedio que inventarse a los demás en su cuarto de juegos. Tenía un talento innato para hacer reír, también para un humor paradójico: blanco e irreverente. La mejor diana, muchas veces, era su propia sombra.
Esa misma sombra que ha acechado a tantos genios de la comedia: de Lenny Bruce (acosado por las autoridades y fundido a los 36 años por una sobredosis de morfina) a John Belushi, amigo de trincheras de Williams desde la juventud de ambos en Chicago hasta el mismo día de la muerte de Belushi, el 5 de marzo de 1982, cuando Williams y Robert de Niro, según recuerda John Woodward en su libro Como una moto. La vida galopante de John Belushi, se sumaron a la fiesta terminal del bungaló 3 del Chateau Marmont. Belushi cayó en combate mientras que a Williams le tocó la responsabilidad de seguir viviendo. La muerte de su amigo fue un aviso a navegantes que le llevó directo a su primera cura de desintoxicación.
La maldición del payaso, dicen. Esa que —con variantes y matices médicos— afecta a cómicos de todas las generaciones. John Cleese, Jim Carrey, Ruby Wax, Dave Chapelle, Hugh Laurie, Stephen Fry, Jonathan Winters o Richard Pryor, por solo citar a algunos que han reconocido sus problemas psicológicos. No solo humoristas: Jon Hamm (Mad men) ha hablado abiertamente de la depresión que sufrió tras la muerte de su padre y Catherine Zeta- Jones de sus problemas con la bipolaridad. Genios como los de Michael Jackson, Heath Ledger o Phillip Seymour Hoffman encontraron en las drogas ese último momento de paz para un sueño que les era difícil de conciliar con su talento. Otros, más afortunados, como Robert Downey Jr., han sabido rehacerse y encontrarse. Incluso hombres de la talla de Charles Chaplin y Buster Keaton admitieron en su día ser víctimas de insoportables bajones emocionales. “Para hacer reír de verdad tienes que ser capaz de coger tu dolor y jugar con él”, reconoció Chaplin apuntando hacia la idea nada gratuita del permanente estado de fragilidad de un comediante. Como dijo Arsenio Hall —uno de los cómicos a los que imitó Robin Williams en Aladdin— “el humor nace del dolor”.
La muerte de su amigo John Belushi fue un aviso a
navegantes que le llevó a su primera cura de desintoxicación
Lo ha descrito el británico Stephen Fry, diagnosticado bipolar a los 37 años y autor de The Manic Life of Manic Depresive. O Spike Milligan, otro humorista británico, autor de libros y documentales sobre la depresión. Milligan llegó a afirmar que el talento de un cómico es a la vez “un regalo y una maldición”. Algo que la australiana Felicity Ward ha llevado más lejos al convertir su lucha contra la depresión y el alcoholismo en un monólogo que pasea por los escenarios de los clubes de la risa.
Lo cierto es que hay algo excesivo y autodestructivo en muchos malabaristas de la risa. Esa maldición que provocó a mediados de los ochenta la voz de alarma de James Masada, el fundador del Laugh Factory, la sala en la que debutaron muchos de los grandes cómicos que luego triunfaron en Hollywood. Desde la páginas de Los Angeles Times, Masada advertía del gran número de caídos que siguieron a la sobredosis de Belushi y que culminó el día en que Richard Pryor se prendió literalmente fuego en un grotesco capítulo que no quedó claro si estaba provocado por un intento de suicidio o por un empacho de cocaína. Ahora Masada recuerda a Williams como esa persona que “estaba siempre interpretando a un personaje”, al que nunca conoció de verdad a pesar de ser su amigo durante 35 años.
Y otra vez las mil caras de un cómico (“me encantó el Robin sobrio. Aprecié verle más calmado y más centrado cuando rodamos Dos canguros muy maduros”, recordaba ayer en Facebook Rita Wilson, actriz y amiga de la familia Williams) que en esa feroz batalla por conocer su verdadero rostro fue el único capaz de hacer reír a Christopher Reeve tras la depresión que le provocó el accidente que le dejó completamente paralizado. Compañeros de habitación durante los años de estudios de arte dramático, Robin se volcó con la enfermedad de su amigo, puso dinero para su fundación y para sus carísimos tratamientos. La muerte en 2004 de Reeve fue otro duro mazazo. Williams nunca llegó a superar la desaparición de otro amigo. La sombra volvía al ataque.
Pese al desenlace final sería injusto negarle al actor su capacidad de lucha. No ocultó sus problemas (“la cocaína se convirtió en mi escondite, la mayor parte de la gente busca en la cocaína un subidón. En mi caso, me echaba el freno, me daba calma”), bromeó con sus debilidades, puso humor y distancia, superó una operación de corazón y varios fracasos familiares. The New York Times aseguraba en una de sus últimas entrevistas que ahora era un hombre más introspectivo, más tranquilo y que valoraba mejor las cosas pequeñas. Pero no es fácil hacerse mayor. Tampoco lo es dominar a tu díscola sombra. Todos, Williams también, olvidamos con demasiada frecuencia la advertencia de J. M. Barrie al describir esa cualidad única del pequeño Peter Pan (ese personaje con quien tanto gusta comparar al actor estadounidense y cuya imposible madurez retrató en Hook, de Steven Spielberg). Y es que por mucho que lo deseemos, absolutamente todos los niños “excepto uno” acaban creciendo.
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