Cirugía emocional
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Wes Anderson receta en 'El gran hotel Budapest' una inmersión tan divertida como intensa en las profundidades de la melancolía
Hubo un tiempo en el que los periódicos publicaban poemas y textos de
filosofía. Así de exótico. Ni una palabra, por ejemplo, de Neymar. Por
entonces, no había fronteras ni pasaportes ni pelotazos de goma a los
inmigrantes en el agua. Era lo que el escritor Stefan Zweig
llamaba "la edad de oro de la seguridad". "Todo tenía su norma, su
medida y su peso determinado", escribe el autor austriaco en su
autobiografía. No era una utopía, cuidado. Las diferencias sociales era
tan fijas y estables como todo lo demás. Pero, en su indefinición, y a
la espera de la inminente y mayor barbarie que viviría la humanidad,
todavía había cuanto menos esperanza. Todo eso, incluida la esperanza de
algo mejor, ha pasado. Pues bien, en este extraño lugar llamado Europa
antes de las guerras hace pie 'El gran hotel Budapest', el último y más brillante trabajo de Wes Anderson.
De nuevo, el director de 'Viaje a Darjeeling' compone un fresco melancólico sobre un tiempo necesariamente extraño, a la vez triste y profundamente divertido; agónico y vital; perfectamente ordenado y a la vez convulso; cercano y muy lejano. El vívido recuerdo del mayor de los olvidos. Y así. Si se quiere, puro exotismo.
Dice el director que la primera fuente de inspiración de su película fueron en efecto los escritos de Stefan Zweig; que fue el autor de 'Carta de una desconocida' el que le condujo a la que considera su película más europea. Si se le presiona, este tejano de aspecto provocadoramente extraño y modales suaves acaba por confesar su pecado: que antes que nada su cine es europeo, no americano. Para alguien nacido en Houston debe de doler decir algo así. Le creemos.
'El gran hotel Budapest' cuenta la historia de un conserje de un hotel decimonónico obligado a huir. Víctima de una falsa acusación de asesinato, él (Ralph Fiennes) y su inseparable 'lobby boy' Zero recorrerán la geografía desolada de una Europa Central decididamente austrohúngara (con un ligero deje prusiano, eso sí); una Europa enferma de su propia opulencia que se prepara para la peor de las pesadillas.
En realidad, la película discurre en dos tiempos. En los años 60, un hombre (Murray Abraham) rememora su pasado ante la atenta mirada de un escritor (Jude Law). Lo hacen en el hall de un hotel desvencijado y feo que antes vivió su momento de gloria. La historia que se escucha, en efecto, es la del párrafo anterior, la de Zweig.
El dibujo de Anderson es como un cómic de Tintín: una línea clara que persigue el detalle con obstinación. Se trata de enseñar la aventura existencial de sus personajes desde la meticulosa descripción de lo que les rodea y les hace ser lo que son. La idea no es otra que pintar desde fuera lo que hay dentro. Y en este juego de paisajes que emocionan, de geometrías apasionadas, tan importante es lo que se ve como lo que se esconde. Gran cine; cine perfecto.
No niega Anderson su admiración por cineastas como Ernst Lubitsch; por esa forma de hacer elusiva donde la sombras están ahí para dar más brillo a la luz. Si se quiere, un Lubitsch desencajado y vuelto a montar, pero Lubitsch al fin y al cabo. Y de esta forma, del orden exhaustivo de cada uno de los planos, de la expresividad controlada libre de adjetivos, de la intensidad puesta a airear al sol, surge una forma de hacer cine sencillamente única, contradictoria e irresistible.
La Europa que sueña Anderson no es un lugar en la Tierra, es sobre todo un concepto; una idea que tiene que ver con un tiempo inestable en el que vivir era otra cosa: si se quiere, un ejercicio que se practicaba lentamente, con gusto. Y claro, llegados a este punto uno no puede por menos que pensar que Anderson está haciendo el viaje de vuelta que iniciaron cineastas como el citado Lubitsch, Billy Wilder, Hitchcock o Max Ophüls. De América a Europa esta vez. Exótico. Profundo. Irresistible.
De nuevo, el director de 'Viaje a Darjeeling' compone un fresco melancólico sobre un tiempo necesariamente extraño, a la vez triste y profundamente divertido; agónico y vital; perfectamente ordenado y a la vez convulso; cercano y muy lejano. El vívido recuerdo del mayor de los olvidos. Y así. Si se quiere, puro exotismo.
Dice el director que la primera fuente de inspiración de su película fueron en efecto los escritos de Stefan Zweig; que fue el autor de 'Carta de una desconocida' el que le condujo a la que considera su película más europea. Si se le presiona, este tejano de aspecto provocadoramente extraño y modales suaves acaba por confesar su pecado: que antes que nada su cine es europeo, no americano. Para alguien nacido en Houston debe de doler decir algo así. Le creemos.
'El gran hotel Budapest' cuenta la historia de un conserje de un hotel decimonónico obligado a huir. Víctima de una falsa acusación de asesinato, él (Ralph Fiennes) y su inseparable 'lobby boy' Zero recorrerán la geografía desolada de una Europa Central decididamente austrohúngara (con un ligero deje prusiano, eso sí); una Europa enferma de su propia opulencia que se prepara para la peor de las pesadillas.
En realidad, la película discurre en dos tiempos. En los años 60, un hombre (Murray Abraham) rememora su pasado ante la atenta mirada de un escritor (Jude Law). Lo hacen en el hall de un hotel desvencijado y feo que antes vivió su momento de gloria. La historia que se escucha, en efecto, es la del párrafo anterior, la de Zweig.
Limpia y trepidante
Como en el caso del autor de 'El mundo de ayer', la idea es eliminar todo adjetivo superfluo, toda descripción innecesaria, cualquier diálogo demasiado evidente, para llegar al punto límite en el que la narración (limpia y trepidante) se convierte en una especie de cristal limpio y transparente desde el que observar (atentos) el alma humana. ¿Cómo se quedan? Pero, y esto es importante, sin dramatismo, sin asomo de melodrama.El dibujo de Anderson es como un cómic de Tintín: una línea clara que persigue el detalle con obstinación. Se trata de enseñar la aventura existencial de sus personajes desde la meticulosa descripción de lo que les rodea y les hace ser lo que son. La idea no es otra que pintar desde fuera lo que hay dentro. Y en este juego de paisajes que emocionan, de geometrías apasionadas, tan importante es lo que se ve como lo que se esconde. Gran cine; cine perfecto.
No niega Anderson su admiración por cineastas como Ernst Lubitsch; por esa forma de hacer elusiva donde la sombras están ahí para dar más brillo a la luz. Si se quiere, un Lubitsch desencajado y vuelto a montar, pero Lubitsch al fin y al cabo. Y de esta forma, del orden exhaustivo de cada uno de los planos, de la expresividad controlada libre de adjetivos, de la intensidad puesta a airear al sol, surge una forma de hacer cine sencillamente única, contradictoria e irresistible.
La Europa que sueña Anderson no es un lugar en la Tierra, es sobre todo un concepto; una idea que tiene que ver con un tiempo inestable en el que vivir era otra cosa: si se quiere, un ejercicio que se practicaba lentamente, con gusto. Y claro, llegados a este punto uno no puede por menos que pensar que Anderson está haciendo el viaje de vuelta que iniciaron cineastas como el citado Lubitsch, Billy Wilder, Hitchcock o Max Ophüls. De América a Europa esta vez. Exótico. Profundo. Irresistible.