martes, 24 de noviembre de 2020

Adicto a la calefacción.

 

 

Me volví adicto a la calefacción de niño, vivíamos en una casa con calefacción central de carbón, era una época donde la contaminación y el derroche energético no existirían hasta mucho tiempo después, en el piso daba mucho sol durante todo el día lo cual hacía que en invierno al sumarse la calefacción fuera un horno delicioso, a la noche tocaba abrir las ventanas para que entrara el frío del invierno y poder dormir, el carbón tenía un poder calorífero enorme, también es cierto que por aquel entonces de los años 60 en Madrid los inviernos eran verdaderos inviernos, ni mantas hacían falta en la cama pero daba igual, la cama se hacía con dos mantas y colcha, de ahí viene mi adicción al calor en invierno, soy adicto al radiador, me transporta a los inviernos de mi infancia.

Vivíamos en un barrio nuevo en las orillas del río Manzanares, junto al puente de Segovia, por las márgenes entonces desiertas del Manzanares habían construido modernas casas de militares, modernas para la época pero pensemos que se trataba de un tránsito aún, una especie de primer paso, las cocinas aún tenían cocina de carbón y también había una pila para fregar a mano, poco a poco eso fue desapareciendo por una cocina de gas y una de aquellas primeras lavadoras New Pol de carga superior, una especie de juguete de las lavadoras, el caso es que a mí esa casa me encantaba, como era muy pequeño me parecía enorme, cuando nos la enseñó el portero por primera vez yo eché a correr como un loco por todas las habitaciones y al final me tumbé boca arriba en medio del salón, tanto espacio era un lujo, y tanto sol, tanta luz, la terraza, y todo tan nuevo, tan moderno para la época, mis padres alquilaron el piso, en aquel entonces se vivía más de alquiler porque eran baratos, el comprar pisos fue algo muy muy posterior.

El portero se llamaba Antonio y su mujer Felisa, a mí Antonio me daba un poco de miedo, era muy serio, alto, para mí muy alto, mis padres eran altos también pero como el portero era mayor que ellos a mí me parecía más alto, como una estatua, temía que me regañara por algo, no sabía bien por qué, pero era gruñón, o eso me parecía a mí, el contrapeso era su mujer, todo dulzura y delicadeza, Antonio se encargaba de la caldera, venía un camión enorme y descargaba el volquete de carbón a través de una escotilla que tenía detrás con gran estruendo, se formaba una montaña inmensa delante de la puerta del cuarto de calderas, luego Antonio metía con una pala todo en carbón dentro para poder ir alimentando la caldera durante un tiempo, yo a veces me asomaba y veía la boca de la caldera que parecía de un dragón.

El contrapunto a la caldera era el jardincillo de la entrada que también atendía él, tenía dos sauces enormes, hoy sólo queda uno porque el otro se hizo tan grande que lo quitaron y en su lugar plantaron un abeto, y había rosales y también el típico seto de boj.

Los ascensores a veces se estropeaban, había dos, con puertas de madera, parecía como si abrieras un armario, según subías ibas recorriendo todas las puertas de madera de los descansillos, pintado en la madera estaba el número del piso, no había doble puerta de seguridad, en aquella época había una especie de optimismo que ahora no hay y no pasaba nada, recuerdo que según subía el ascensor yo arrastraba la mano por todo el recorrido, eso sí, los niños no podían ir solos, si te pillaba Antonio te echaba la bronca, y era muy duro, sus enfados eran terribles. Cuando el ascensor se atascaba Antonio tenía que recatarte.

A veces en las noches de invierno se le olvidaba apagar la caldera, se debía quedar dormido, y entonces era ya demasiado calor, digamos que era axfisiante, de ahí me viene mi adicción a la calefacción, está claro.

En esas noches antes de dormirme oía ladrar a los perros de las calles y el silbido del último tren que partía de la estación de Goya, hoy desaparecida, así llamada por estar cerca de la conocida quinta de Goya, desde donde el pintor realizaba sus cartones para tapices y cuadros del Madrid de la época. La casa estaba más bien rodeada de campo o de antiguas casuchas de los arrabales galdosianos de Madrid, la calle de detrás era de tierra y en invierno se formaban unos charcos y unos lodazales inmensos, también había antiguas fábricas y una finca con huertas y una granja donde a veces iba con mamá a comprar.

El paseante