Aquel diciembre lejano de un año indeterminado en el que decidí ir a pasar la semana del puente de la Constitución a Gran Canaria, hizo un tiempo realmente espléndido, sol y playa intensivos, entonces había agencias de viaje, aviones llenos de turistas, hoteles con buffet libre, bares, restaurantes, discotecas, podías ir o no pero ahí estaban esperándote, qué tiempos en los que éramos tan felices y nosotros sin saberlo.
Como decía
me fui de vacaciones a Gran Canaria la primera semana de diciembre, tenía un
encanto especial salir del frío de Madrid y llegar al paraíso tropical de
Canarias, nada más bajar del avión sentías una oleada de bienestar, una
perspectiva de felicidad, el hotel era el Gloria Palace de San Agustín, que era
un hotelazo imponente encaramado en una ladera desde la cual se veía toda la
costa hasta el faro de Maspalomas, concebido para impresionar, tenía el mayor
centro de Thalasoterapia de Europa, y para hacer de las vacaciones algo
inolvidable, a uno le daba pena salir del hotel, de sus piscinas, jardines,
aguas termales, pero fuera estaba la naturaleza esperando y, en concreto, el
gran paseo que todos los días me daba, mochila en ristre, desde la playa San
Agustín hasta el faro de Maspalomas, pasando por la playa del inglés y las
dunas de Maspalomas, experiencia única, ida y vuelta me llevaba todo el día, de
vez en vez me iba bañando y tomando un rato el sol, cuando empezaba a atardecer
me tumbaba en lo alto de una duna en completa soledad y silencio y veía ir cayendo el sol lentamente mientas
me calentaba su luz en una especie de ceremonia panteísta inventada por mí, a
la par que leía el Peregrino de Paulo Coelho, libro que me acompañó con su
magia única en ese viaje, dando a mis experiencias sensoriales y espirituales
una dimensión transcendente que me elevaba hacia el cosmos como si las dunas
que me sostenían fueran en realidad nubes. Desconectaba del mundo, mi mente quedaba secuestrada en el silencio, cerraba los ojos y dejaba de existir, sólo sentía el calor y la luz del sol sobre mi cuerpo, mis ojos cerrados veían la esencia de la vida en la intensa luz, llegué a pensar si bajaría un ovni y me llevaría.
Si hay algo
que me gusta de los hoteles es llegar agotado al atardecer y meterme en la
bañera llena de agua tibia, placer indescriptible que recomiendo, es como si el
cuerpo se te resintonizara, algo así como volver a nacer, luego bajar a cenar,
buffet, claro, picotear a capricho y a la salida demorarte en el piano bar que
no puede faltar en todo hotel de vacaciones que se precie, recuerdo boleros
inolvidables cantados con un sentimiento tal que se desplegaban ante mi imaginación
como bandas sonoras de películas románticas, el amor te toca el corazón
siempre, te proyectas en él y lo disfrutas vicariamente lo cual suele ser lo
más prudente y conveniente porque fantaseas con la parte buena y evitas la
mala, el coscorrón.
Pero como ya digo estos son recuerdos de otro tiempo, que resultan tan lejanos y placenteros como una nana que te cantaron de niño, algo imposible hoy e irrecuperable nunca tal vez, otra época felizmente vivida, lo que digo, éramos tan felices sin saber que lo éramos.
El paseante