Cuando cada mañana me sumerjo en el agua tibia de la bañera, el gato se aproxima sigilosamente a la puerta del baño, se sienta delicadamente y comienza a mirarme con atenta expresión, todas las mañanas hace lo mismo, sus ojos se clavan en mí inmisericordes, yo le pregunto qué quiere pero él no me contesta, me inquieta tanto su mirada que soy incapaz de sostener la mía e intento distraerme con mis pensamientos de primera hora que son, por otra parte, los mejores, los más frescos, él sigue mirándome con sus grandes ojos color esmeralda que sobre su negra negrura, valga la redundancia, parecen dos joyas sobre el paño de terciopelo de un joyero.
Negrito y yo, menuda historia, parece sacada de un cuento de Andersen...
Un buen día, era una noche de invierno, me asomé a la ventana y pude ver un gato negro que caminaba veloz no se sabía bien hacia dónde, iba y volvía, regresaba, daba la vuelta, el pobre, pensé, tiene hambre, al día siguiente, al anochecer volví a verle, no puede evitarlo, le bajé algo de cena, se lo dejé en un rincón de la acera, entre dos coches, a la mañana siguiente pude ver que se lo había comido todo.
Desde ese día todos los días le bajé la cena durante tres años, poco a poco fue cogiendo confianza, era lógico que tuviera prevención contra mí, los gatos callejeros reciben muchos palos, y más un gatito negro.
Al principio esperaba la cena en la distancia y cuando yo me iba se acercaba a comerla, poco a poco fue confiando en mí y podía quedarme a su lado mientras cenaba pero no me dejaba acariciarle, con el tiempo me dejó acariciarle pero sólo mientras cenaba, luego daba un brinco y se quedaba parado en la distancia mirándome.
A veces no venía a cenar y yo pensaba en lo peor, a veces aparecía tarde y yo le esperaba, llegaba corriendo y hambriento.
Llegué a programar mis días en función de que a las 8:30 de la noche tenía que darle la cena al gato, un verano no me fuí de vacaciones para que el gato no dejara de comer.
Cada vez que oía un frenazo en la calle me asomaba por si le había pasado algo, y si oía a los chicos de la calle montar bulla pensaba que la habían tomado con él.
Comenzó a esperarme no sólo al anochecer sino también por las mañanas cuando me iba al trabajo, para entonces yo ya le había puesto nombre, Negrito, se me partía el corazón por tener que dejarlo allí tan desamparado, allí seguía cuando volvía de trabajar esperándome, entre dos coches, en la puerta del portal.
Una noche me cansé, emocionalmente estaba destrozado por el gatito, mientras cenaba lo cogí como a un conejo del pescuezo y me lo subí a casa.
Allí está desde entonces, hace ya más de tres años, feliz y tranquilo, negro como una pantera, observándome con sus grandes ojos verde esmeralda.
El paseante.
Otoño 2011.