Mi pequeño Nicolás y yo, qué tiempos aquellos!, mi pequeño
Nicolás era insaciable, todo lo quería para él, toda la admiración, todo el
prestigio, todo el rango, toda la fama, toda la adoración, toda la sumisión, mi
pequeño Nicolás era una especie de tirano, un niño caprichoso que nunca tenía
suficiente, si el narcisismo tiene nombre se llamaba mi pequeño Nicolás, cada
día debía recibir su ración de egolatría y no sólo por mi parte, él arrastraba
a lo largo de su vida una cohorte de admiradores, toda una red que sustentaba
su idolatría, su naturaleza de dios pagano, y le aupaba a su altar desde el
cual él reinaba en las almas de todos sus adoradores, mi pequeño Nicolás era un
fenómeno, nunca estaba saciado de fama, de admiración, de amor, nunca
descansaba, nunca claudicaba, nunca se daba por vencido, y si alguien no
entraba en su juego entonces se la tenía jurada y no paraba hasta aniquilarle
de una u otra manera, mi pequeño Nicolás vivía de la nada, de una fama tan
falsa que ni siquiera existía, de un prestigio tan postizo que era
indemostrable, de unas palabras siempre tan fantásticas que todos nos la
creíamos a fuerza de inverosímiles, producía ternura su ingenuidad de niño que
todo lo conseguía, su desvalimiento, su fragilidad fingida, su gran poder de
embaucador y de que no había torre por alta que fuera que no cayera ante él, mi
pequeño Nicolás era el principito de todo y hacía de todo un cuento infantil en
el cual todos caíamos hechizados regresando a los sentimientos más tiernos de
la infancia, era su camaradería como de guardería infantil, ésa era la clave,
el quid del asunto era que el asunto de bobo parecía real y sincero sin serlo,
nadie tan bobo puede conseguir todo lo que consiguió, está claro, salvo que la
bobaliconería fuera falsa y la argucia de tal calado que a todos nos dejaba
tocados y hundidos como en el juego de los barquitos, pobrecillo, hay que
protegerle, nunca ha tenido una oportunidad, y cada uno sacaba el Pigmalión que
lleva dentro y se ponía a trabajar en su beneficio, hasta que un buen día ya no
eras necesario para mi pequeño Nicolás y entonces él sacaba una afilada espada
y te cortaba la cabeza sin volverse a acordar nunca más del pobre idiota que
cayó presa de su ardid, taimado pequeño Nicolás mío, estés donde estés,
engañando a quién estés engañando…, te prevengo, tu juego no durará por siempre…,
como ya tuve ocasión de demostrarte, pero no aprendes.
El paseante
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