¿Has visto el atardecer en Venecia?, Bety, te lo pregunto,
¿has visto el atardecer en verano en Venecia? Tal vez lo hayas visto, no lo sé,
tal vez, o tal vez lo hayas imaginado, yo lo he visto, y te digo, es tan bello,
tan sutil, tan delicado, que no parece real, parece más bien imaginado,
producto de la imaginación, porque sólo algo irreal puede llegar a ser tan
bello, tan pleno, tan conmovedoramente evocador. Cuando el sol empieza a
quererse ir entonces la luna asoma su cara por algún lejano confín del cielo,
como escondida parece pedir permiso sin atreverse a hacerse plenamente presente
hasta que el astro rey desaparezca por completo, pero el sol lucha cual titán
poderoso hasta el último momento por ganar el combate del día hasta el final,
por no dejarse vencer más que por la fuerza del cosmos que durante la noche lo
destierra lejos privándole del poder de iluminar la ciudad, una ciudad que
queda reverberante de calor, de luz, de vida, hasta después de que el sol deje
de calentarla con su fuego, de iluminarla con sus rayos, de hacerla visible con
su luz, entonces la ciudad toda, el cielo todo, la laguna toda, se vuelven de un
rojo carmesí que hace aparecer el agua como teñida de sangre, y sobre las
cúpulas parece imponerse el deseo último de brillar aún más con un último
brillo que se apaga y que con un último esfuerzo rinde toda su belleza a
nuestra contemplación, apenas se despide el sol la luna puntea con su luz de
plata todos los pináculos, cada uno de los puentes, el mármol de los palacios,
la suave ondulación del agua de los canales, las armonías del vuelo de las
palomas que pesadas y ligeras a la vez remontan un débil vuelo que nunca quiere
irse de la ciudad, igual que yo, igual que mi alma, que queda presa de ese
momento mágico, ligera y pesada a la vez, atrapada, de ese momento mágico escrito
ya por siempre con palabras de oro en mi memoria. No sé si lo has contemplado,
no sé si has visto el atardecer en Venecia en verano, cuando todo se va
perdiendo, cuando todo va desapareciendo, cuando la ciudad se acaba sobre sí
misma ardiendo en su propia belleza que ya no puede llegar más allá en un
éxtasis místico que eleva el espíritu hasta el cénit del reencuentro con la
belleza absoluta, suprema, y del alma con Dios.
No sé si lo has visto, no sé si lo recuerdas, yo sí, así fue
aquel último atardecer de verano en Venecia antes de que todo cambiara para mí,
quizás la ciudad quiso rendirme por última vez el tributo de su grandeza, como
rindiendo ante mí su colosal magnificencia iluminada, como si lo fuera por última
vez, por los rayos del sol de aquel atardecer de verano.
¿Me crees?
(continuará)
El paseante
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