Ya se me ha pasado la fiebre monárquica, ya estoy más
tranquilo, bueno, después de estos fervorosos apasionamientos conviene calmarse
y reflexionar a cerca de lo que ha pasado realmente y también, por qué no
decirlo, de lo que me ha pasado a mí respecto al fenómeno de la coronación del
nuevo rey.
He estado reflexionando y creo que mi fervor se debió a una
especie de atavismo, algo que llevamos en el subconsciente colectivo, la
necesidad de tener una figura superior, protectora, que nos de seguridad, un arquetipo,
como el rey del tarot, alguien poderoso, magnánimo, justo, sabio, alguien a
quien confiar nuestros destinos, un guía, una especie, en definitiva, de
demiurgo o mago de nuestro destino, en el cual recostar nuestra cabeza y
descansar seguros después de nuestra lucha, sabiendo que él se encarga de
luchar con fuerzas superiores a nosotros y que bajo su protección estamos
seguros.
Tal vez algo así, a quién no le gusta tener un padre que
haga de padre, que ejerza de padre, que sepa, por encima de todo, ser padre,
pues a cualquiera pienso que le gusta, y esa función, esa pieza en nuestra
psiquis, la ejercía el antiguo rey de una manera inconsciente para nosotros, al
decir que se marchaba se desencadenó, al menos en mí, una especie de
inseguridad, incertidumbre, miedo, sí, miedo a lo desconocido, a lo que está
por venir, de ahí que en un primer momento rechazara la idea de que el rey se
fuera y luego, cuando ya lo acepté, me así a la nueva figura del rey, el que
habría de venir, como desesperada salida hacia delante en mi ansiedad porque
todo siga como antes y esa pieza no falte en mi vida.
De ahí los encendidos elogios, los pronósticos sin
fundamento, la exaltación, de ahí todo eso, que no ha sido más que una pura
dialéctica, la dialéctica del miedo.
Una vez desenmascarado todo lo que sucedió dentro de mi
cabeza conviene también decir que el cambio de rey ha supuesto un cierto
desdoblamiento en mí, es decir, si bien nunca me ha entusiasmado la monarquía
por razones ideológicas había otro yo latente al que al parecer y según los
resultados le entusiasmaba, y yo sin conocer a mi yo monárquico, o por mejor
decir encendido monárquico, encantado, por cierto, de haberte conocido pero no
hacía falta que hubieras estado escondido durante tanto tiempo, esa timidez no se
entiende más que como una en realidad sintomática falta de autocontrol, y digo
sintomática por lo que el ocultamiento del yo monárquico ha tenido de contumaz,
de reiterado, lo cual viene a ser síntoma igualmente de una represión, y creo
que ésa es la clave, ahí está el debate, si mi yo monárquico, parte por otro
lado de un yo mucho más amplio igualmente reprimido, estaba en esa situación de
silencio y falta de reconocimiento, era precisamente porque mi yo consciente no
había sido capaz de controlarle e integrarle en él, habiendo procedido a
esconderle en una habitación con la puerta cerrada como mejor solución o al
menos la menos esforzada.
Bastó el miedo, la incertidumbre, la inseguridad, para que
ese yo dependiente, nada autosuficiente, temeroso, tomara el control y se
deshiciera en elogios con los reyes, el saliente y el entrante.
Hasta aquí un análisis de mi encendido fervor de exaltación
monárquica, porque lo que dije debió haber sido pasado por el tamiz de cierta
moderación, de cierto equilibrio, mesura, relativización, de cierta en
definitiva duda metódica y no llevado a términos absolutos e incuestionables
por mí mismo, está claro.
Pues bien después de ese fervoroso alarde monárquico no me
queda nada que decir más salvo esto que antecede porque no soy capaz de
analizar la monarquía ni al rey saliente, ni al rey entrante, desde otro yo que
no sea ese yo reprimido, inconveniente, diría que hasta políticamente
incorrecto que llevo dentro de mí, ese yo atávico que me vampiriza y que deja
mudo de pensamientos, razonamientos y palabras al otro yo, el yo racional que
debería ser mi maestro de ceremonias en todos los aspectos de mi vida, pero que
en este en concreto de la monarquía y en otros no lo es.
Y no lo es en todos aquellos aspectos de mi vida en los que
juega mi sentimentalismo, es decir, la monarquía, la patria, la familia, la fe
católica, todo aquello que es consustancial a mí, incuestionable, aquello en lo
que mi vida hunde sus más profundos pilares, todo aquello en definitiva sin lo
cual el castillo de naipes que es José Ramón, se vendría abajo, y ahora la
pregunta final, y si el castillo de naipes se viniera abajo José Ramón no se
volvería a reedificar?, y otra pregunta más, y si José Ramón se reedificara
sobre otros pilares diferentes sería un nuevo José Ramón, más libre, más
maduro, más autónomo?
He aquí las preguntas.
El paseante
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