Thomas Mann soy yo, increíble, yo soy la reencarnación de
Thomas Mann, así lo siento yo al menos, cuando leo su prosa sé lo que viene a
continuación, conozco hasta los más recónditos pensamientos que le movieron a
escribir aquello, sé perfectamente con qué propósito lo dice, a quién se
dirige, cual fue su motivación última, cuáles fueron sus resistencias, sus
dificultades, qué hizo que dentro de él la escritura fluyera al fin y saliera a
través de su pluma como un río fértil, como un Nilo cuyo limo alimentara
cosechas, cosechas de pensamiento.
Mann es ante todo para mí la fertilidad del pensamiento
incesante del observador que deja constancia del efecto que la vida deja en él
al pasar por ella, y nos da testimonio de algo que aún llevándolo nosotros
dentro no sabemos como él expresarlo, nos identificamos con los grandes
creadores, con los grandes artistas, porque nosotros somos ellos, estamos
hechos al fin y al cabo de la misma sustancia lo queramos o no, lo reconozcamos
o no, su grandeza no es sino nuestra grandeza y su pensamiento no es sino
nuestro pensamiento, por eso nos enganchamos a ellos, nos gusta vernos
reflejados en ellos, son el espejo en el que vemos nuestra imagen verdadera,
nuestras últimas verdades, y a través de ellos vamos descubriendo el verdadero
sentido de la existencia, no hay mayor grandeza en el hombre que la del
pensamiento, sólo a través de él somos capaces de convertirnos en hombres y
dejar de ser fieras.
Mann es, al igual que Visconti y otros grandes, uno de los
guías de mi juventud, ellos me tomaron delicadamente de la mano, sin forzarme,
y me llevaron de paseo por el paraíso de los mundos que habían creado, su
generosidad, su grandeza, su sacrificio, les convierte para mí en héroes,
ejemplos de vida, gracias a estas personalidades uno va descubriendo el sentido
de uno mismo, sin ellas sería poco más que un ignorante toda su vida, se
dedicaría a ver partidos de fútbol, beber cerveza, veranear en Benidorm, poco
más, gracias a ellos uno mira a las estrellas y piensa mirando al firmamento en
el más allá, y descubre que ese más allá está en el día a día en realidad, en
el más acá comprimido, como si fuera la esencia de un perfume, una especie de
Chanel número 5 que hay que ir descubriendo día a día.
Mann y yo, qué lujo que él me dejara su obra, me la
entregara a través del tiempo y yo pudiera leerla, creo que no cabe generosidad
ni entrega mayor a los demás, a las generaciones venideras, transmitir el
pensamiento en una cadena infinita, desde los comienzos de la humanidad, y
engrandecerlo.
Gracias querido maestro.
Y de todas sus obras mi favorita, La montaña mágica, cómo
no, y su protagonista, Hans Castorp, alguien con quién es imposible no
identificarse, porque Hans Castorp somos todos, lo queramos o no, lo
reconozcamos o no, su lucha, su ingenua ignorancia, su destino final, su
peripecia, su amor.
He regalado esta novela tantas veces que ya ni lo recuerdo,
algunos la leen otros creo que no, pero no falla, todos los que la leen caen
rendidos ante el genio de Mann y ya nunca pueden olvidarla, su vida ya no
vuelve a ser igual que antes, son más lúcidos, mejores, han crecido, como
crecían las cosechas cuando el Nilo se desbordaba y dejaba su fértil limo
impregnado sobre la tierra.
Y fue Visconti el que me llevó de la mano a conocer a Mann,
curioso, después de ver Muerte en Venecia a los 15 años en el cineforum del
colegio descubrí que en la biblioteca de mi padre había un libro de igual
título y comencé a leerlo, y ahí comenzó mi historia de amor con Tomas Mann, y
hasta hoy en día sin un solo altibajo, como con Visconti, Pasolini, Proust,
Lorca…
El paseante solitario
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