La final de la Champions y yo.
Nada de la
Plaza del Comercio, del monumento a los descubridores, nada
de Alfama, el barrio de pescadores, nada del puente sobre el Tajo, nada de A
Brasileira con su eterno Pessoa en bronce a la puerta sentado en su velador,
nada de todo aquello, salieron los jugadores al campo de juego y comenzaron a
dar patadas un balón, sinceramente, no estoy habituado a que 22 jugadores de
fútbol corran sobre mi corazón y pateen inmisericordes mis sentimientos, mis
recuerdos de esa bella y nostálgica ciudad que con su voz de fado hace surgir
en mi alma toda la dulzura de la saudade.
Y aquello se supone que había que soportarlo durante dos
tiempos de 45 minutos cada uno, era demasiado para mi frágil estado de ánimo,
un suplicio insufrible que me sentía incapaz de aguantar.
Aquella ciudad, mi querida, añorada, idealizada Lisboa,
había sido ninguneada por todas esas hordas que sólo tenían ojos para los 22
jugadores que corrían salvajes de un extremo a otro de mi corazón haciéndolo
estremecerse de dolor, de nostalgia, de amargura, de incomprensión.
Nada del Tajo, pensé, ni siquiera la belleza de sus aguas en
el delta de su desembocadura, ni siquiera eso, y entonces me di cuenta de que
realmente aquello era demasiado, que habían ido demasiado lejos en esa
instrumentalización indigna de toda esa belleza ignorada de la ciudad de mis
sueños perdidos, de mis ilusiones vanas, de mis amores idos, de la ciudad más
triste, melancólica y entrañable a mi corazón, Lisboa.
Y apagué el televisor y me quedé en silencio, en un silencio
como de iglesia, y me pareció oler a incienso y cerré los ojos y soñé con la
memoria que vagaba por entre toda esa decadente grandeza de iglesias,
callejuelas empinadas, tranvías voluntariosos, nubes volanderas, y luz, y al
final me quedé dormido y cuando desperté, el partido, ése efímero momento que
quiso imponerse estéril a la eternidad de Lisboa, había desaparecido para
siempre sin dejar nada tras de sí más que el sabor de la incomprensión del
sentido de la belleza verdadera, última y profunda, de la ciudad que muda de
sorpresa lo acogió a la fuerza sin imaginar que el fútbol y ella eran algo tan
incompatible.
Y ni tan siquiera nada de los gatos…, de la tenue dulzura de
sus gatos.
El paseante
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