Henri
Matisse (1869–1954) estaba convencido de que vivía sus últimos días cuando
en 1941 encaró una delicada operación quirúrgica, a la que acabó sobreviviendo
aunque le dejara postrado en una silla de ruedas. Lejos de sentenciar el epílogo
de su carrera, el ya consagrado pionero del modernismo se volcó con ansias
regeneradas en lo que consideraba una seconde vie (segunda vida), un
nuevo lenguaje visual elaborado a base de recortes de papel pintados en tonos
brillantes. Los cut-outs dejaron de ser meras plantillas de sus cuadros
y esculturas para convertirse en un modo de representación en sí mismo. A esa
última y prolífica etapa dedica la Tate Modern la
primera exposición que ha conseguido reunir el grueso de los trabajos con los que el artista francés
pretendió (entre 1936 y 1954) “esculpir” el color.
La simplicidad de la propuesta, un proceso casi infantil de yuxtaposición de recortes, contrasta con la exuberancia creativa de las 130 obras procedentes de colecciones públicas y privadas de todo el mundo que la sede londinense del museo desplegará a partir del jueves. Organizada en colaboración con el MoMA de Nueva York, la muestra ha permitido la inédita exhibición en la misma sala del célebre título El caracol —integrante de los fondos de la Tate— junto a otras dos piezas ejecutadas en el mismo año 1953, Memoria de Oceanía y la gigantesca Composición con máscaras, como culminación de la técnica de los cut-outs. Matisse concibió el conjunto cual gran tríptico, tal y como atestiguan las fotografías tomadas en la época en su estudio de Vence, al sur de Francia.
Los cut-outs no significaron para Matisse una renuncia a la pintura: él lo llamaba “pintar con tijeras”. Aquejado ya antes de la operación de una salud muy precaria, que le impedía mantener la precisión de antaño ante el atril, ideó una técnica que acabó encarnando una nueva y radical forma de modernismo. Sus asistentes, dirigidas por la fiel ayudante Lydia Delectorskaya, pintaban hojas en blanco con gouache de vivos colores y, siguiendo las instrucciones del maestro, las pegaban en las paredes del estudio y de su habitación. Matisse dedicaba muchas horas a meditar sobre el juego de las combinaciones antes de emprender el tijeretazo para dar forma a sus figuras.
En la génesis del concepto están las láminas de sus primeros collages que ilustraron el libro Jazz, imágenes cuya jovialidad contrasta con la oscuridad de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en que fueron realizadas, aunque la edición limitada no se publicó hasta 1947. El esquema de sus combinaciones con motivos circenses —acompañadas de un manuscrito— evoca ese género musical siguiendo una estructura rítmica que acaba quebrada por un repentino acto de improvisación.
El artista ha descubierto un nuevo formato de expresión y da rienda suelta a su libertad en aquel “jardín interior” de formas orgánicas que forraban las paredes de su hábitat, perfilando por ejemplo el movimiento de la danza que siempre le cautivó con una imaginería de creciente escala y complejidad. La serie de Desnudos azules, exhibidos en la Tate junto a algunas de las esculturas de su primera etapa, escenifica una fascinación recuperada por la figura del cuerpo femenino.
Trabajaba frenéticamente en su vejez ante la certeza de que se le acababa el tiempo, y aquellos recortes que un día mostró en su estudio al amigo y rival Pablo Picasso le permitían producir a ritmo rápido. Una vez cautivado por el potencial de ese método, se olvidó completamente del pincel con el que en sus inicios había desafiado la ortodoxia, planteando innovaciones estilísticas que alteraron el curso del arte y le convirtieron en una de las figuras más influyentes del arte del siglo XX. Dos días antes de su muerte, en noviembre de 1954, seguía inmerso en la producción sus cut-outs o gouaches découpées.
Henri-Émile-Benoît Matisse dejó su firma en el diseño y ornamentación de la Capilla del Rosario del pueblo de Vence, en sus murales, el altar, el vía crucis pintado sobre las losas y los vitrales concebidos a partir de las plantillas de los recortes. Aquellos bocetos a golpe de tijera le ayudaron a imaginar sus composiciones transformadas en un vidrio que proyectaba sus colores en el blanco de la cerámica de la iglesia.
Nicholas Serota, el poderoso director del conjunto de galerías del grupo Tate, soñaba con poner en pie una exposición consagrada a los cut-outs desde que visitó esa capilla de la Provenza hace más de cuatro décadas. De forma inusual, Serota figura como uno de los comisarios de esa muestra, que califica como la “más evocadora y hermosa” de las vistas en Londres. Excesivo o no el calificativo, es una oportunidad sin precedentes de sumergirse en la invención de otra forma de hacer el arte.
La simplicidad de la propuesta, un proceso casi infantil de yuxtaposición de recortes, contrasta con la exuberancia creativa de las 130 obras procedentes de colecciones públicas y privadas de todo el mundo que la sede londinense del museo desplegará a partir del jueves. Organizada en colaboración con el MoMA de Nueva York, la muestra ha permitido la inédita exhibición en la misma sala del célebre título El caracol —integrante de los fondos de la Tate— junto a otras dos piezas ejecutadas en el mismo año 1953, Memoria de Oceanía y la gigantesca Composición con máscaras, como culminación de la técnica de los cut-outs. Matisse concibió el conjunto cual gran tríptico, tal y como atestiguan las fotografías tomadas en la época en su estudio de Vence, al sur de Francia.
Los cut-outs no significaron para Matisse una renuncia a la pintura: él lo llamaba “pintar con tijeras”. Aquejado ya antes de la operación de una salud muy precaria, que le impedía mantener la precisión de antaño ante el atril, ideó una técnica que acabó encarnando una nueva y radical forma de modernismo. Sus asistentes, dirigidas por la fiel ayudante Lydia Delectorskaya, pintaban hojas en blanco con gouache de vivos colores y, siguiendo las instrucciones del maestro, las pegaban en las paredes del estudio y de su habitación. Matisse dedicaba muchas horas a meditar sobre el juego de las combinaciones antes de emprender el tijeretazo para dar forma a sus figuras.
En la génesis del concepto están las láminas de sus primeros collages que ilustraron el libro Jazz, imágenes cuya jovialidad contrasta con la oscuridad de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en que fueron realizadas, aunque la edición limitada no se publicó hasta 1947. El esquema de sus combinaciones con motivos circenses —acompañadas de un manuscrito— evoca ese género musical siguiendo una estructura rítmica que acaba quebrada por un repentino acto de improvisación.
El artista ha descubierto un nuevo formato de expresión y da rienda suelta a su libertad en aquel “jardín interior” de formas orgánicas que forraban las paredes de su hábitat, perfilando por ejemplo el movimiento de la danza que siempre le cautivó con una imaginería de creciente escala y complejidad. La serie de Desnudos azules, exhibidos en la Tate junto a algunas de las esculturas de su primera etapa, escenifica una fascinación recuperada por la figura del cuerpo femenino.
Trabajaba frenéticamente en su vejez ante la certeza de que se le acababa el tiempo, y aquellos recortes que un día mostró en su estudio al amigo y rival Pablo Picasso le permitían producir a ritmo rápido. Una vez cautivado por el potencial de ese método, se olvidó completamente del pincel con el que en sus inicios había desafiado la ortodoxia, planteando innovaciones estilísticas que alteraron el curso del arte y le convirtieron en una de las figuras más influyentes del arte del siglo XX. Dos días antes de su muerte, en noviembre de 1954, seguía inmerso en la producción sus cut-outs o gouaches découpées.
Henri-Émile-Benoît Matisse dejó su firma en el diseño y ornamentación de la Capilla del Rosario del pueblo de Vence, en sus murales, el altar, el vía crucis pintado sobre las losas y los vitrales concebidos a partir de las plantillas de los recortes. Aquellos bocetos a golpe de tijera le ayudaron a imaginar sus composiciones transformadas en un vidrio que proyectaba sus colores en el blanco de la cerámica de la iglesia.
Nicholas Serota, el poderoso director del conjunto de galerías del grupo Tate, soñaba con poner en pie una exposición consagrada a los cut-outs desde que visitó esa capilla de la Provenza hace más de cuatro décadas. De forma inusual, Serota figura como uno de los comisarios de esa muestra, que califica como la “más evocadora y hermosa” de las vistas en Londres. Excesivo o no el calificativo, es una oportunidad sin precedentes de sumergirse en la invención de otra forma de hacer el arte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario