miércoles, 8 de agosto de 2012

Madriz esencial.


Bueno, pues así es mi ciudad, aún conserva estos rincones como de otra época, de cuando Madrid era una ciudad provinciana, algo paleta, poco desarrollada, por aquel entonces tenía Madrid un encanto especial, nada de los aires que ahora se gasta de gran urbe europea y todas esas fantasías tan fuera de lugar, como de un quiero y no puedo imposible.
Aquel Madrid de mi infancia tenía tabernas, tiendas de ultramarinos, bodegas como la de la fotografía que aún pervive aunque algo deteriorada, mercerías, droguerías, y una larga retahíla de comercios tradicionales hoy tristemente desaparecidos, y sustituidos por los almacenes vulgarmente conocidos como de todo a 100 de los chinos.
Una pena, primero fueron cerrando todos estos establecimientos porque en los barrios se abrieron pequeños supermercados, luego cerraron los supermercados porque abrieron grandes superficies, y entonces los chinos ocuparon el hueco de lo que se llaman tiendas de proximidad, cuando te falta algo recurres a ellas, pero habitualmente todo el mundo compra en ese horror llamado grandes superficies que tan magistralmente describe Saramago en su novela La Caverna.
A mí de niño me mandaban a la bodega a por el sifón, eso del sifón ya no se usa que yo sepa, antes se echaba sifón al vino y al vermut, y siempre había un sifón en casa, una botella con una malla de alambre alrededor que la protegía y un grifo que hacía salir el líquido a presión, el líquido en cuestión era una agua con gas algo amarga, había que tener cuidado porque a veces nada más rozarlo salía un chorro que parecía un geiser.
Yo lo llevaba de la bodega a casa con cuidado, aquello no lo entendía, me parecía un invento absurdo, diabólico, cosas de mayores, y además sabía a rayos aquel líquido que parecía agua volcánica, siempre amenazando erupción.
A veces explotaban, por eso llevaban una malla metálica que parecía como una jaula.
En las tiendas de ultramarinos había bacalao y unas bacaladeras para cortarlo que daban miedo, parecían guillotinas de la revolución francesa, y también tenían en la puerta unos toneles llenos de arenques ahumadas que estaban buenísimas, muy saladas, y que era muy difícil limpiar, a mí me las tenía que limpiar mi madre porque si no acababa comiéndome todas las espinas.
También vendían cajas llenas de leche en polvo que llevaban dibujadas una vaca pastando en un prado muy verde, esa leche en polvo mi madre la usaba para hacer puré de patata y me tenía prohibido tomarla, yo me escapaba a la despensa cuando ella no estaba, cogía el taburete y me encaramaba a cogerla, luego me chupaba un dedo y lo metía en el polvo, era una delicia, en mi vida he probado nada prohibido que estuviera tan bueno, porque prohibido aquello estaba prohibidísimo, luego cuando mi madre iba a hacer el puré casi siempre no tenía suficiente y me regañaba, yo ponía cara de tonto y me ponía colorado.
La leche en polvo me ha hecho acordarme de otra leche, la de las pastillas de leche de burra, qué buenas, y ya no las hay, exquisitas, muy dulces y sabrosas, han desaparecido, me pregunto si estarían hechas de verdad de leche de burra.
Y también recuerdo las barras de regaliz pequeñitas que valían a céntimo, por 10 céntimos te daban 10, qué tiempos aquellos, había monedas de 1 céntimo de peseta, increíble, y con una peseta en el quiosco de chucherías te comprabas de todo, hasta cromos.

(continuará)

el paseante

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