Se acercan tus vacaciones y ya
empiezo a ponerme triste porque voy a estar unos días sin verte. Pero no creas
que voy a añorarte, Jota. Sólo se echa de menos aquello que no se tiene, y yo
te tengo desde que te conocí. Ya formas parte de lo que soy. Puedo estar
contigo cuando quiera, me basta con pensar en ti, en recordar los momentos
vividos junto a ti. No se añora el pasado, como se piensa, porque el pasado es
nuestro, está dentro de nosotros. Lo que se añora es el futuro. Es decir,
cuando te vayas no te echaré de menos a ti, sino a la posibilidad de crear
nuevos recuerdos contigo ¿me explico?. En este caso esa posibilidad se bloqueará
temporalmente con tu ausencia, hasta que vuelvas de vacaciones. Pero como es un
bloqueo temporal sólo necesito armarme de paciencia. La añoranza, entonces, es
útil, porque la probabilidad de volver a verte es alta.
Sin embargo
hay un tipo de añoranza inútil y dañina. Se produce cuando se anula por
completo esa posibilidad de crear nuevos recuerdos de la que hablo, cosa que
sucede, por ejemplo, cuando decimos que echamos de menos los años de la
infancia. En este caso no estamos añorando la infancia “per se” porque, como ya
he dicho, nadie nos puede quitar la experiencia vivida, lo que extrañamos, lo
que verdaderamente nos fastidia es que ya no exista la posibilidad de
prolongarla. Sencillamente pasó y se quedó congelada en el tiempo del que
estamos hechos. La descongelamos cada vez que la recordamos, sí, pero ya no hay
“nuevos” momentos infantiles que podamos meter en el congelador. Y esto es lo que
echamos de menos inútilmente, porque no es una posibilidad real sino una
fantasía. Por eso yo creo que es mejor dejar el pasado donde está -recordándolo pero sin añoranza-, y
enfocarnos en el presente para tener nuevos recuerdos que descongelar en el
futuro…
La sombra del paseante
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