martes, 10 de julio de 2012

Historia de una casa...


El domingo pasado en la sobremesa, tomándome un café y fumándome un habano, bueno, y bebiéndome un licorcito, mejor dicho dos, primero uno de dátiles y luego otro de cantueso, me dio por pensar...
Mal asunto, no, no, bueno, en este caso fue para bien, había un silencio celestial que caía sobre la casa como una suave caricia de amor protectora, se oía tan solo el silbido de las golondrinas que veloces surcaban el aire y el melodioso canto de los variados pajarillos que poblaban alegres las ramas de los árboles, el aire tan puro entraba por las ventanas y te abría los pulmones a sus deliciosos aromas, cargados de esencias de lavanda, tomillo, romero, manzanilla, y el olor de los lejanos campos de trigo que cuando el sol está en su zénit surge, se eleva, se extiende, como si fuera un olor a pan tierno recién salido del horno de la tahona.
Miré por la ventana que tenía enfrente, ahí seguía, sí, como desde hace cuatro siglos ahí seguía el campanario de la iglesia, detrás el cielo me daba una idea imprecisa de Dios, de un Dios que me miraba y me sonreía, protegiéndome y poniendo en mi alma toda la tranquilidad, la paz y el amor que sólo él sabe poner en mí siempre cuando estoy atento a él.
El pueblo en aquel preciso momento estaba perfectamente tranquilo y en paz bajo la mirada protectora de Dios, como dormido en sus brazos, iluminado por su luz, protegido por su sonrisa.
Y en este momento místico, mágico, sobrecogedor, me di cuenta de quién era yo de verdad, fue una revelación, mi esencia, mi identidad última, todo mi ser, pasado, presente, futuro, eterno, se pusieron delante de mi pensamiento para que pudiera contemplarlo con los ojos del alma, no sabría explicar lo que vi, como me vi, pero me vi desde el alma universal y esa sensación quedó en mí reflejada, grabada, eternizada en ese momento mágico, hechizo de un equilibrio perfecto, emoción de la visión de lo sublime.
Y entonces, pasado un momento me sonreí y recordé la historia de la casa y de cómo la casa llegó hasta mí... 
Atalaya de mis sueños, torre de marfil de mi existencia...

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La casa vino a mí, ¿vino a mí?, por supuesto, no pienso que haya nada en mi vida hacia lo que yo vaya, todo viene a mí por mandato divino, y la casa también, por supuesto.
La visualicé en sueños antes de encontrarla como una especie de santuario, encaramado en lo alto de una ladera, mirando al un valle arbolado, en cuyo fondo discurría un río que regaba huertas de árboles frutales y campos de cereales y girasoles, en la lejanía las montañas señalando en el horizonte el camino al más allá, a la aventura.
Cuando la encontré no pude creerlo, era tal cual la había visto en mi sueño, además la luna llena caía lentamente por el frente de la casa durante toda la noche iluminándola como un sol nocturno.
Caía la luna llena con su redondo y enorme círculo de luz dorada tras el campanario de la iglesia como en un cuadro, como en una puesta en escena que me brindaba la naturaleza elaborada sólo para mí, para su contemplación, y era en las noches de luna llena difícil llegar a acostarme nunca, la luna y el campanario me mantenían embobado en su minuciosa observación como queriendo descifrar un código secreto, un jeroglífico ancestral, algo así como la clave última del universo.
Y luego contemplar las estrellas desde el mirador de la buhardilla, enfrentarme como hombre a la inmensidad del universo, galaxias, planetas, cometas, auroras, infinito, imposible dormir ante tanto espectáculo, la noche sin duda te atrapa en su contemplación desde esa atalaya última del pueblo que es mi casa.
Mi casa, sí, mi casa...
Confín de todos mis sueños, punto último entre el universo y la inmensidad del espacio, encaramada en la montaña, mirando a las estrellas, dejándose acariciar por las nubes.
La hago mía en esas noches de insomne observación, de atenta mirada al más allá, en las que oigo el murmullo del río a lo lejos, el canto de los grillos en el jardín, y el sonido de las arboledas que mece el viento como en una incesante marea.
Y los aromáticos olores que suben desde la vega, la menta que todo lo impregna de un olor balsámico como de farmacia.
La casa, sí, la casa...
Vino a mí y se quedó junto a mí por un tiempo, y ahí estamos los dos, aprendiendo cosas el uno del otro, sin duda, creciendo juntos, elevando nuestros pensamientos hacia la luna llena, las estrellas y la eternidad.

(continuará)

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