uno feo y el otro hermoso; la sabiduría en
contraste con la amabilidad. Y, entre gracias y
agudezas que animaban el coloquio, Sócrates
adoctrinaba a Fedón sobre el deseo y la virtud.
Le hablaba del espanto que experimentaba el
hombre sensible cuando sus ojos contemplaban
un reflejo de la belleza eterna; de las concupiscencias
del profano y el malvado, que no pueden
pensar en la belleza al ver su imagen, y que
no son capaces de sentir respeto por ella; hablaba
del sagrado temor que acomete al alma
noble cuando se le aparece un rostro semejante
al de los dioses, es decir, un cuerpo perfecto.
Le explicaba cómo todo su ser se estremece
de aquella alma, se enajena y apenas se atreve
a mirar; cómo se siente poseído de veneración
ante aquel que ostenta el sello divino de la belleza;
aquella alma le haría sacrificios, como a
una deidad, si no temiese aparecer como insensata
a los ojos de los hombres. «Pues sólo la
belleza, Fedón mío, sólo ella es amable y adorable
al propio tiempo. Ella es, ¡óyelo bien!,
la única forma de lo espiritual que recibimos
con nuestro cuerpo, y que nuestros sentidos
pueden soportar. Pues ¿qué sería de nosotros
si se nos apareciese lo divino en otra de sus
manifestaciones, si la razón, la virtud y la verdad
se nos presentasen en formas, sensibles?
¿No arderíamos y nos disolveríamos en amor
como otra época ante Zeus? La belleza es, pues,
el camino del hombre sensible al espíritu, sólo
el camino, sólo el medio, Fedón...» Después el
taimado seductor dijo lo más agudo: el amante
era más divino que el amado, porque en
aquél alienta el dios, que no en el otro; este
pensamiento es quizás el más delicado y el más
irónico que se haya producido, y de su fondo
brota toda la picardía y la secreta concupiscencia
del deseo.
La dicha del escritor es su posibilidad de
transformar la idea enteramente en sentimiento;
el sentimiento, totalmente en idea. En aquel
momento se había adueñado del solitario una
de estas vibrantes ideas, uno de estos sentimientos
precisos: el sentimiento de que la naturaleza
se estremecía de goce cuando el espíritu
se inclinaba en homenaje y reverencia ante la
belleza. Súbitamente sintió el deseo imperioso
de escribir. Cierto es que, como suele decirse,
Eros ama el ocio, y que sólo para el ocio ha nacido.
Pero en ese momento de la crisis, su excitación
le impulsaba a tranquilizar por medio
de la palabra el torbellino de sus pensamientos.
Muerte en Venecia. Thomas Mann.
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