miércoles, 8 de febrero de 2012

El banquete. Platón.


Enteramente. Él tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero abridle, compañeros de banquete; ¡qué de tesoros no encontrareis en él! Sabed, que la belleza de un hombre es para él el objeto más indiferente. No es posible imaginar hasta que punto la desdeña, así como la riqueza y las demás ventajas envidiadas por el vulgo. Sócrates las mira todas como de ningún valor, y a nosotros mismos como si fuéramos nada; y pasa toda su vida burlándose y chanceándose con todo el mundo. Pero cuando habla seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas que encierra, pero yo las he visto, y las he encontrado tan divinas, tan preciosas, tan grandes y tan encantadoras, que me ha parecido imposible resistir a Sócrates. Creyendo al principio que se enamoraba de mi hermosura, me felicitaba yo de ello, y teniéndolo por una fortuna, creí que se me presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando con que, complaciendo a sus deseos, obtendría seguramente de él que me comunicara toda su ciencia. Por otra parte, yo tenía un elevado concepto de mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo, en cuya presencia veía ordinariamente a Sócrates, y me encontré solo con él. Es preciso que os diga la verdad toda; estadme atentos, y tú, Sócrates, repréndeme si falto a la exactitud. Quedé solo, amigos mios, con Sócrates, y esperaba siempre que tocara uno de aquellos puntos, que inspira a los amantes la pasión, cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y en ello me lisonjeaba y tenía un placer. Pero se desvanecieron por entero todas mis esperanzas. Sócrates estuvo todo el día conversando conmigo en la forma que acostumbraba y después se retiró. A seguida de esto, le desafié a hacer ejercicios gimnásticos, esperando por este medio ganar algún terreno. Nos ejercitamos y luchamos muchas veces juntos y sin testigos. ¿Qué podré deciros? Ni por esas adelanté nada. No pudiendo conseguirlo por este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que había comenzado, no quería dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le convidé a comer como hacen los amantes que tienden un lazo a los que aman; al pronto rehusó, pero al fin concluyó por ceder. Vino, pero en el momento que concluyó la comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo; después de comer, prolongué nuestra conversación hasta bien entrada la noche; y cuando quiso marcharse, le precisé a que se quedara con el pretexto de ser muy tarde. Se acostó en el mismo escaño en que había comido; este escaño estaba cerca del mío, y los dos estábamos solos en la habitación...

(continuará)

El banquete. Platón.

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