Es el principal acto social de la semana en mi pueblo, todo un acontecimiento, a las seis en invierno y a las ocho en verano, misa del sábado por la tarde.
Los parroquianos, nunca mejor dicho, se endomingan, o mejor, se ensabadizan, es decir, se ponen sus mejores galas, hacen tertulia en el atrio de la Iglesia, comentan las novedades de la semana, hacen planes para la próxima, la luz del sol empieza a apagarse apenas y el pueblo va recogiéndose en una quietud en la que sólo se oye el dulce sonido de la letanía tierna de un búho, tal vez siempre el mismo búho, o tal vez sean varios, no lo sé, va cayendo la letanía del búho a la par que va oscuraciéndose el cielo, refresca, el aire comienza a enfriarse como presagio del frío nocturno, y las estrellas y la luna comienzan a salir al cielo como para dar las buenas noches.
El sol, en el cofín de la loma de la montaña se va, esconde su globo de oro y tiembla su última luz en el aire de la tarde convirtiéndolo en un éter entre azul y rosa.
Momento mágico, los parroquianos entran en la Iglesia y todo queda en silencio, se oye la voz del párroco dando la misa, las respuestas de lo feligreses a coro, los salmos, las canciones, el órgano suena y todo el valle se llena de su música, el humo que sale de las chimeneas parece ascender al son de los acordes del órgano.
Recogimiento invernal, noche de invierno en mi pueblo, olor a leña, a tarde de cartas en el casino, a pan tierno recién hecho en la tahona, a noche en la que canta el río su canción alegre entre los membrillos, entre la hierbabuena y la albahaca, entre los jazmines y las margaritas.
Y el pueblo escucha con gesto de satisfecha complicidad cómo los feligreses rezan, cada sábado, las mismas oraciones, entonando a Dios su canto de agradecimiento y alabanza, el pueblo los abraza en su seno y los quiere.
Gracias Señor, un sábado más, la iglesia está encendida...
el paseante
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