El Cultural de El Mundo
"Animula vagula, blandula, hospes comesque corporis...". "Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera del cuerpo", escribió Adriano en su lecho de muerte. Suena la voz del emperador Adriano en la cabeza de Marguerite Yourcenar. Adriano, nacido en Itálica, la vieja ciudad junto a Sevilla en la Bética romana, es su obsesión literaria, el personaje-sombra que busca en la oscuridad. Sus recuerdos comienzan a ser los suyos, porque no están tan lejanos de los de un hombre que vivió en el siglo II d.C.
Este otoño se cumplen 60 años de la publicación en Francia de 'Memorias de Adriano', la célebre novela de Marguerite Yourcenar (1903-1987), que se convirtió en un éxito de ventas con una excelente acogida de la crítica. La popularidad entre el público llegó a España más tarde, a raíz de un fenómeno de imitación lectora muy usual en este país, al conocerse que era la novela preferida del joven Felipe González.
'Memorias de Adriano' sigue siendo desde entonces un 'long-seller' y un ejemplo ilustre y exquisito de la novela histórica cuando era un género de prestigio, antes de que los mercachifles la destrozaran entre templarios, esoterismos y folletones con atrezzos de época.
En ese mismo cuaderno desvela que, desde 1934, había persistido una frase que le permite comprender por fin al personaje: «Empiezo a percibir el perfil de mi muerte». Así comienza la novela, con Adriano abriendo los ojos para enfrentarse a la muerte. Y así concluye, mientras atraviesa las páginas de su obra un hombre sabio en un tiempo irrepetible, una de esas épocas trágicas en las que se dobla con dolor la esquina de los siglos. Ella misma subrayaba una frase del epistolario de Flaubert que resumía ese espíritu histórico sobre el que ella quería escribir: "Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre".
Los largos años en los que la novela vaga en la mente de la autora de 'Opus Nigrum' están llenos de señales, amuletos y objetos que le hacen volver una y otra vez al proyecto literario. Pero ella se empeñará en olvidarlo, incapaz de hacer frente a una novela tan compleja. En 1941 encuentra en la tienda de un comerciante neoyorquino cuatro grabados de Piranesi sobre una vista de Villa Adriana que desconocía. Es una advertencia, un fogonazo que le hace vislumbrar uno de los escenarios de la historia desde una nueva perspectiva. A veces, en momentos de desaliento va al Museo de Hartford en Connecticut para contemplar una hermosa tela romana de Canaletto en la que aparece el Panteón ocre y dorado. La novela surge y desaparece. Insinuante, tentadora, irresistible.
En otra visita a Roma busca en el Panteón el lugar exacto al que llega un rayo de sol de la mañana del 21 de abril. En el Castillo de Sant'Angelo, el Mausoleo de Adriano, está la lápida con los versos de Adriano, que ya son una obsesión. "Animula, vagula blandula...". Pasa mañanas en la villa Adriana, noches en los cafés que bordean el Olimpion, recorre los mares griegos. Pero ¿dónde se encuentran Marguerite y Adriano?
Yourcenar llevaba en ocasiones bajo el brazo un ejemplar de los poemas de Rodrigo Caro, el poeta sevillano autor del poema 'Canción a las ruinas de Itálica': "Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa". Caro, en su pesadumbre de hombre barroco, será su Virgilio, el poeta que le descubre el ánima de Adriano en su ciudad natal, la vieja ciudad romana que, según las crónicas, un Adriano adolescente volverá a visitar en el año 90 d.C. al desatarse una epidemia en Roma.
Marguerite Yourcenar había coincidido en 1947 con Isabel García Lorca, la hermana del poeta, en el Sarah Lawrence College de Nueva York. En sus memorias, 'Recuerdos míos', Isabel contaba cómo la escritora llegó un día a su despacho para que le leyera en voz alta el poema a 'Itálica' de Rodrigo Caro. "Quería oirla y no sé cuántas veces se la leí. (...) La estoy viendo bajar de la biblioteca, con su chaquetón de astracán gris y su gorro ruso. Sonriente, sencilla, segura...".
Este otoño se cumplen 60 años de la publicación en Francia de 'Memorias de Adriano', la célebre novela de Marguerite Yourcenar (1903-1987), que se convirtió en un éxito de ventas con una excelente acogida de la crítica. La popularidad entre el público llegó a España más tarde, a raíz de un fenómeno de imitación lectora muy usual en este país, al conocerse que era la novela preferida del joven Felipe González.
'Memorias de Adriano' sigue siendo desde entonces un 'long-seller' y un ejemplo ilustre y exquisito de la novela histórica cuando era un género de prestigio, antes de que los mercachifles la destrozaran entre templarios, esoterismos y folletones con atrezzos de época.
El visitante
Para Marguerite, Adriano fue un fantasma que aparecía y desaparecía. Siempre llevaba con ella un mapa del Imperio Romano en la época de la muerte de Trajano y el perfil del Antínoo del Museo Arqueológico de Florencia que compró allí en 1926. En el cuaderno de notas que Yourcenar escribió sobre 'Memorias de Adriano' aseguraba que había libros que no se pueden escribir hasta pasados los 40 años, cuando la vida, sus aristas y desengaños, no se han sedimentado sobre la memoria. Y Adriano estuvo paseando por su cabeza durante varias décadas.En ese mismo cuaderno desvela que, desde 1934, había persistido una frase que le permite comprender por fin al personaje: «Empiezo a percibir el perfil de mi muerte». Así comienza la novela, con Adriano abriendo los ojos para enfrentarse a la muerte. Y así concluye, mientras atraviesa las páginas de su obra un hombre sabio en un tiempo irrepetible, una de esas épocas trágicas en las que se dobla con dolor la esquina de los siglos. Ella misma subrayaba una frase del epistolario de Flaubert que resumía ese espíritu histórico sobre el que ella quería escribir: "Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que sólo estuvo el hombre".
Los largos años en los que la novela vaga en la mente de la autora de 'Opus Nigrum' están llenos de señales, amuletos y objetos que le hacen volver una y otra vez al proyecto literario. Pero ella se empeñará en olvidarlo, incapaz de hacer frente a una novela tan compleja. En 1941 encuentra en la tienda de un comerciante neoyorquino cuatro grabados de Piranesi sobre una vista de Villa Adriana que desconocía. Es una advertencia, un fogonazo que le hace vislumbrar uno de los escenarios de la historia desde una nueva perspectiva. A veces, en momentos de desaliento va al Museo de Hartford en Connecticut para contemplar una hermosa tela romana de Canaletto en la que aparece el Panteón ocre y dorado. La novela surge y desaparece. Insinuante, tentadora, irresistible.
En otra visita a Roma busca en el Panteón el lugar exacto al que llega un rayo de sol de la mañana del 21 de abril. En el Castillo de Sant'Angelo, el Mausoleo de Adriano, está la lápida con los versos de Adriano, que ya son una obsesión. "Animula, vagula blandula...". Pasa mañanas en la villa Adriana, noches en los cafés que bordean el Olimpion, recorre los mares griegos. Pero ¿dónde se encuentran Marguerite y Adriano?
Yourcenar llevaba en ocasiones bajo el brazo un ejemplar de los poemas de Rodrigo Caro, el poeta sevillano autor del poema 'Canción a las ruinas de Itálica': "Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, mustio collado, fueron un tiempo Itálica famosa". Caro, en su pesadumbre de hombre barroco, será su Virgilio, el poeta que le descubre el ánima de Adriano en su ciudad natal, la vieja ciudad romana que, según las crónicas, un Adriano adolescente volverá a visitar en el año 90 d.C. al desatarse una epidemia en Roma.
Marguerite Yourcenar había coincidido en 1947 con Isabel García Lorca, la hermana del poeta, en el Sarah Lawrence College de Nueva York. En sus memorias, 'Recuerdos míos', Isabel contaba cómo la escritora llegó un día a su despacho para que le leyera en voz alta el poema a 'Itálica' de Rodrigo Caro. "Quería oirla y no sé cuántas veces se la leí. (...) La estoy viendo bajar de la biblioteca, con su chaquetón de astracán gris y su gorro ruso. Sonriente, sencilla, segura...".
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