En Madrid viven unas 2.200 personas sin hogar, de las que 700 no acuden a los centros de acogida y duermen con sus escasos enseres a la intemperie
(Dedicado a Raquel).
Madrileña, de 44 años, encontró cobijo hace seis en los bajos de uno de los puentes más bellos de Madrid, el de la Reina, que cruza el Manzanares a la altura de la ermita de San Antonio. Belleza que se diluye al descender por las escaleras situadas en uno de sus laterales. Allí residía Raquel, una mujer con cáncer terminal y cirrosis. Una pequeña tienda de campaña le servía de precario dormitorio, a ella y a su perra Nica, su gran amor y acompañante fiel.
Raquel falleció el sábado de la semana pasada sin lograr su mayor anhelo: “Tener una cerradura, nada más”, en referencia a una habitación o una casa. Renegaba de los albergues públicos “porque no hay libertad, ni intimidad”. La vida en la calle había dejado marcas en su cara y en su cuerpo, pero no consiguió arrebatarle su sonrisa. Con ella recibió a EL PAÍS, bajo el puente, cinco días antes de morir.
Raquel formaba parte del colectivo de 700 hombres y mujeres que sobrevive en las calles madrileñas al raso, sin echar mano de la red de centros de acogida municipales. El 48% españoles, el resto extranjeros. La cifra total de personas sin hogar, incluidas las que utilizan los albergues, es de unas 2.200. El 80% son hombres, con una edad media de 42 años.
El día a día de Raquel se había vuelto más penoso de lo habitual. La enfermedad avanzaba, mermando sus fuerzas y su capacidad para andar. Casi no se movía de la ribera del río, que conocía tan bien. “Algunas personas me traen comida, ropa, se preocupan de mí, también los del Samur Social”. Fueron miembros de este servicio asistencial del Ayuntamiento los que la convencieron, un día antes de su muerte, de que era necesario trasladarla a un hospital, del que había salido hacía poco tiempo.
Procuraba tener su espacio lo más decente posible. “Lo barro y lo tengo arregladito. Cuando llegué aquí era un estercolero”, explicaba Raquel, señalando sus cacharros de cocinar, su pequeña barbacoa, sus libros… Le gustaba mucho leer. “Es que yo era profesora”, desveló con un punto de orgullo en sus ojos. Su vida comenzó a torcerse cuando decidió trasladarse con su pareja a Portugal. “Empezó a tener la mano larga y volví a España, me trajo un camionero”. No tenía donde dormir y acabó en un banco de Atocha. Pedía dinero, “para tener algo y para comprarle una latita de comida a mi perra”. Seguramente le gustaría saber que uno de esos vecinos del barrio que la apreciaban terminó llamando al Samur Social para hacerse cargo de su perra Nica.
Desde Atocha se desplazó al parque de la Bombilla, hasta que llegó el desahucio con las fiestas de San Antonio de la Florida. “Nos dijeron que allí no podíamos estar y así llegué debajo del puente, donde sigo”. Desde hace unos tres años vivía con su pareja, que no estuvo con ella los últimos momentos por problemas con la Justicia.
Además de los vecinos y de los trabajadores del Samur Social, los voluntarios de la ONG Solidarios para el Desarrollo visitaban a Raquel de lunes a viernes. Los miembros de la organización recorren los lugares en los que se refugian las personas que duermen en la calle. Su objetivo es conversar con ellos “desde la igualdad, en un intento de romper su soledad e intentar ayudarles a recuperar su autoestima”, explica Jesús Sandín, responsable del programa.
Los bajos del puente de la Reina han tardado poco en recibir a nuevos inquilinos. Sara, una despierta asturiana de 25 años y Alejandro, su “chico”, un rumano de 26, descorren la cremallera de otra pequeña tienda , instalada al lado de la de Raquel, ocupada ahora por otros dos rumanos. Los nombres son ficticios. Piden no ser identificados, porque detrás de ellos, como de las demás personas sin hogar, hay familias y seres queridos a los que prefieren ahorrar el conocimiento de su situación actual. Algo que preocupa a la mayor parte de este colectivo.
Ambos tienen niños, él un chaval de siete años, ella una niña de seis. “¿Qué dónde están? Con nuestras exparejas, en esta situación no los podemos tener con nosotros”, contesta Sara. Aseguran que hoy no han conseguido albergue donde estar. Todo lleno. Aunque Carmen García de Pablos, la directora del centro de acogida de San Isidro, el mayor de todos los que existen en Madrid con 268 plazas, sostiene que todo el que llama a su puerta es atendido. Después se derivan los casos al Samur Social, que valora la situación de cada persona y deciden el lugar más adecuado.
Alejandro es panadero y no tiene papeles. “Me los robaron y ahora me los están tramitando”, explica. Viene de pernoctar en uno de los lugares abiertos para la campaña de frío. Actuación con la que el Ayuntamiento habilita 543 plazas en tres centros de acogida, que refuerzan las 1.478 habituales, coincidiendo con las épocas de más gélidas. La campaña finaliza el 31 de marzo.
Para asearse la pareja acude a los baños públicos situados en la calle de Embajadores, como muchos otros. La ducha, a 0,50 euros. Sacan algo de dinero ayudando a los coches a encontrar sitio en el aparcamiento que existe enfrente de la clínica Moncloa, en la avenida de Valladolid. “Vamos por la tarde, porque por la mañana hay un rumano, tenemos que vivir todos”, aclaran. Porque como decía Raquel, “en la calle, quitando los metegambas, no hay problemas. Se trata de respetarnos y de no robarnos, bueno ni entre nosotros ni a nadie”.
Sara se crio en hogares de acogida. Sufrió el abandono de su madre y la muerte de su padre por culpa de la droga. “Quizá por eso”, reflexiona, “tengo cursos de estética, peluquería, camarera, hasta de carpintería, pero que, al final, no me han servido para nada”. La pareja no sabe qué camino va a tomar mañana, pero Sara tiene claro que no se puede vivir así, que hay que salir de la calle.
Darío Pérez, jefe del departamento del Samur Social, explica que las personas son libres y a nadie se le puede obligar a ir a un centro de acogida. “Aunque en la mayoría de los casos no es una elección tan libre”, detrás existen problemas de muy diversa índole, y llega un momento en el que su situación es tan extrema que les lleva a tomar esa decisión. “Pero seguimos trabajando con ellos en la calle, abrimos procesos, les gestionamos los papeles y las rentas mínimas de inserción”.
Los datos recopilados por el Ayuntamiento en el último recuento de personas sin hogar realizado en diciembre de 2012 indican que el 54% de las que no acuden a albergues lleva más de dos años en la calle; el 7% entre uno y dos años; el 8% entre seis meses y un año y el 24% menos de cuatro meses. Y cuanto más tiempo lleva un individuo en la calle más difícil es “reconstruirlo tanto física como psicológicamente”, coinciden los especialistas. Desde 2006, año en el que se realizó el primer recuento de este tipo, el incremento del colectivo ha sido del 12%. “Hay que tener en cuenta que son datos estimativos, porque tienden a la invisibilidad”, añade el jefe del Samur Social.
Antonio, de 27 años, ha fijado su residencia bajo una pasarela peatonal en el parque de la Bombilla. Al pie de las vías del tren. Sabe bien los horarios del Cercanías madrileño, es imposible hacer oídos sordos al ruido. Combina calle con el cercano centro de acogida de San Isidro. Es una de las personas que ha obtenido la tarjeta de día, que le permite pasar la jornada en el albergue y utilizar todos sus servicios a excepción del alojamiento. Allí se alimenta y se asea.
Un enganche a una farola le permite tener luz. No se separa nunca de su bien más preciado, un ordenador. Cuenta que lleva ocho años “rulando” y que no se droga, ni bebe. Nació en Vigo, pero ha pasado la mayor parte de su vida en Madrid, en acogida. “He trabajado de peón, carpintero, mozo de almacén, reponedor y hasta de comercial”. Ahora no tiene trabajo, está en la calle y solo.
La falta de un empleo, como le ocurre a Antonio, es el motivo que manifiesta el 41% del colectivo de personas sin hogar que les ha conducido a la calle. Un 18% lo achaca a la falta de dinero, y el resto se distribuye entre rupturas afectivas, falta de papeles y adicciones. Solo un 3% manifiesta que su situación es voluntaria.
Carlos (nombre figurado, porque también quiere permanecer en el anonimato por su familia) lleva asentado en un pasadizo de la plaza Mayor desde hace unos seis años. “Tantos que casi ni lo recuerdo”. A las ocho de la mañana ya está en pie, como el resto de las alrededor de 20 personas que buscan refugio en los soportales de la turística plaza. Los servicios de limpieza municipales desembarcan a esa hora e inician una labor de recomposición del lugar. Los sin techo empiezan a desperdigarse.
Tiene 65 años, aspecto muy desaliñado, y contesta a regañadientes. Dice que va a desayunar y lleva un periódico en la mano. “Me gusta estar informado”, explica. Duerme sobre unos cartones encima de los que coloca una colchoneta térmica “de esas de cámping”, se mete en un saco y se tapa con unas mantas. Habla de su época de cocinero en Inglaterra, de los idiomas que habla y de que el Samur Social le está tramitando la pensión. También de que algún cartón de vino cae. “Ya está bien de conversación”, corta y se aleja plaza adelante con paso renqueante.
Es otra de las personas que siempre ha rechazado entrar en un albergue. Normas, horarios, convivencia, no existencia de plazas para parejas, falta de intimidad, son algunas de las razones que los alejan del sistema implantado. Para los más recalcitrantes, el Ayuntamiento ha ideado unos centros que están abiertos todo el día y con requisitos de acceso muy básicos. Lo que se busca es conseguir acercarlos a la red de atención.
Una vez vinculados a los centros, explica García de Pablos, la directora del centro de acogida de San Isidro, se trata de conseguir que continúen adelante. En su centro les ofrecen, además de alojamiento y manutención, cursos y talleres. “Son personas muy luchadoras, pero les han pasado tantas cosas, a veces en un espacio de tiempo corto, que seguramente nosotros no lo soportaríamos”, opina. Algo que tenía muy claro Raquel. “Cuando alguien me mira con desprecio por la calle, pienso que si ellos acabaran aquí no serían capaces de aguantar ni un momento”.
“Tienen derecho a tener intimidad y en estos lugares no existe. Los albergues no están mal, pero sería más adecuado que fueran más pequeños”, opina. Su organización intenta paliar la soledad de los individuos que pernoctan en la calle y mejorar su estado de ánimo con algo tan simple como una conversación “de igual a igual”. Para Sandín, la exclusión social representa el fracaso de toda la red. “Inconscientemente se culpa al que está en la calle de su situación”, comenta. No se tiene en cuenta las múltiples circunstancias que pueden confluir en una persona y que le han conducido a esa situación. “Si hay alguien a la puerta de nuestra casa en esas condiciones lo que queremos cuando llamamos al Ayuntamiento es que se lo lleven de ahí”, sostiene. Por eso piensa que una de las asignaturas pendientes es cambiar la percepción de la gente hacia este colectivo.
Desde Faciam, Federación de asociaciones de ayuda a marginados y centros para la integración, apuntan a que lo importante es recuperar a la persona. “Cuando una persona está en la calle no solo necesita un trabajo y un techo”, explican. También consideran imprescindible la prevención, por ejemplo, cuando un joven abandona con 18 años un centro de protección de menores, o cuando una persona sale de la cárcel. Por este motivo piensan que es necesaria una mayor coordinación entre las instituciones, “porque cuanto más tiempo pasa una persona en la calle, más difícil es su recuperación”.
Madrileña, de 44 años, encontró cobijo hace seis en los bajos de uno de los puentes más bellos de Madrid, el de la Reina, que cruza el Manzanares a la altura de la ermita de San Antonio. Belleza que se diluye al descender por las escaleras situadas en uno de sus laterales. Allí residía Raquel, una mujer con cáncer terminal y cirrosis. Una pequeña tienda de campaña le servía de precario dormitorio, a ella y a su perra Nica, su gran amor y acompañante fiel.
Raquel falleció el sábado de la semana pasada sin lograr su mayor anhelo: “Tener una cerradura, nada más”, en referencia a una habitación o una casa. Renegaba de los albergues públicos “porque no hay libertad, ni intimidad”. La vida en la calle había dejado marcas en su cara y en su cuerpo, pero no consiguió arrebatarle su sonrisa. Con ella recibió a EL PAÍS, bajo el puente, cinco días antes de morir.
Raquel formaba parte del colectivo de 700 hombres y mujeres que sobrevive en las calles madrileñas al raso, sin echar mano de la red de centros de acogida municipales. El 48% españoles, el resto extranjeros. La cifra total de personas sin hogar, incluidas las que utilizan los albergues, es de unas 2.200. El 80% son hombres, con una edad media de 42 años.
El día a día de Raquel se había vuelto más penoso de lo habitual. La enfermedad avanzaba, mermando sus fuerzas y su capacidad para andar. Casi no se movía de la ribera del río, que conocía tan bien. “Algunas personas me traen comida, ropa, se preocupan de mí, también los del Samur Social”. Fueron miembros de este servicio asistencial del Ayuntamiento los que la convencieron, un día antes de su muerte, de que era necesario trasladarla a un hospital, del que había salido hacía poco tiempo.
Procuraba tener su espacio lo más decente posible. “Lo barro y lo tengo arregladito. Cuando llegué aquí era un estercolero”, explicaba Raquel, señalando sus cacharros de cocinar, su pequeña barbacoa, sus libros… Le gustaba mucho leer. “Es que yo era profesora”, desveló con un punto de orgullo en sus ojos. Su vida comenzó a torcerse cuando decidió trasladarse con su pareja a Portugal. “Empezó a tener la mano larga y volví a España, me trajo un camionero”. No tenía donde dormir y acabó en un banco de Atocha. Pedía dinero, “para tener algo y para comprarle una latita de comida a mi perra”. Seguramente le gustaría saber que uno de esos vecinos del barrio que la apreciaban terminó llamando al Samur Social para hacerse cargo de su perra Nica.
Desde Atocha se desplazó al parque de la Bombilla, hasta que llegó el desahucio con las fiestas de San Antonio de la Florida. “Nos dijeron que allí no podíamos estar y así llegué debajo del puente, donde sigo”. Desde hace unos tres años vivía con su pareja, que no estuvo con ella los últimos momentos por problemas con la Justicia.
Además de los vecinos y de los trabajadores del Samur Social, los voluntarios de la ONG Solidarios para el Desarrollo visitaban a Raquel de lunes a viernes. Los miembros de la organización recorren los lugares en los que se refugian las personas que duermen en la calle. Su objetivo es conversar con ellos “desde la igualdad, en un intento de romper su soledad e intentar ayudarles a recuperar su autoestima”, explica Jesús Sandín, responsable del programa.
Los bajos del puente de la Reina han tardado poco en recibir a nuevos inquilinos. Sara, una despierta asturiana de 25 años y Alejandro, su “chico”, un rumano de 26, descorren la cremallera de otra pequeña tienda , instalada al lado de la de Raquel, ocupada ahora por otros dos rumanos. Los nombres son ficticios. Piden no ser identificados, porque detrás de ellos, como de las demás personas sin hogar, hay familias y seres queridos a los que prefieren ahorrar el conocimiento de su situación actual. Algo que preocupa a la mayor parte de este colectivo.
Ambos tienen niños, él un chaval de siete años, ella una niña de seis. “¿Qué dónde están? Con nuestras exparejas, en esta situación no los podemos tener con nosotros”, contesta Sara. Aseguran que hoy no han conseguido albergue donde estar. Todo lleno. Aunque Carmen García de Pablos, la directora del centro de acogida de San Isidro, el mayor de todos los que existen en Madrid con 268 plazas, sostiene que todo el que llama a su puerta es atendido. Después se derivan los casos al Samur Social, que valora la situación de cada persona y deciden el lugar más adecuado.
Alejandro es panadero y no tiene papeles. “Me los robaron y ahora me los están tramitando”, explica. Viene de pernoctar en uno de los lugares abiertos para la campaña de frío. Actuación con la que el Ayuntamiento habilita 543 plazas en tres centros de acogida, que refuerzan las 1.478 habituales, coincidiendo con las épocas de más gélidas. La campaña finaliza el 31 de marzo.
Para asearse la pareja acude a los baños públicos situados en la calle de Embajadores, como muchos otros. La ducha, a 0,50 euros. Sacan algo de dinero ayudando a los coches a encontrar sitio en el aparcamiento que existe enfrente de la clínica Moncloa, en la avenida de Valladolid. “Vamos por la tarde, porque por la mañana hay un rumano, tenemos que vivir todos”, aclaran. Porque como decía Raquel, “en la calle, quitando los metegambas, no hay problemas. Se trata de respetarnos y de no robarnos, bueno ni entre nosotros ni a nadie”.
Sara se crio en hogares de acogida. Sufrió el abandono de su madre y la muerte de su padre por culpa de la droga. “Quizá por eso”, reflexiona, “tengo cursos de estética, peluquería, camarera, hasta de carpintería, pero que, al final, no me han servido para nada”. La pareja no sabe qué camino va a tomar mañana, pero Sara tiene claro que no se puede vivir así, que hay que salir de la calle.
Darío Pérez, jefe del departamento del Samur Social, explica que las personas son libres y a nadie se le puede obligar a ir a un centro de acogida. “Aunque en la mayoría de los casos no es una elección tan libre”, detrás existen problemas de muy diversa índole, y llega un momento en el que su situación es tan extrema que les lleva a tomar esa decisión. “Pero seguimos trabajando con ellos en la calle, abrimos procesos, les gestionamos los papeles y las rentas mínimas de inserción”.
Los datos recopilados por el Ayuntamiento en el último recuento de personas sin hogar realizado en diciembre de 2012 indican que el 54% de las que no acuden a albergues lleva más de dos años en la calle; el 7% entre uno y dos años; el 8% entre seis meses y un año y el 24% menos de cuatro meses. Y cuanto más tiempo lleva un individuo en la calle más difícil es “reconstruirlo tanto física como psicológicamente”, coinciden los especialistas. Desde 2006, año en el que se realizó el primer recuento de este tipo, el incremento del colectivo ha sido del 12%. “Hay que tener en cuenta que son datos estimativos, porque tienden a la invisibilidad”, añade el jefe del Samur Social.
Antonio, de 27 años, ha fijado su residencia bajo una pasarela peatonal en el parque de la Bombilla. Al pie de las vías del tren. Sabe bien los horarios del Cercanías madrileño, es imposible hacer oídos sordos al ruido. Combina calle con el cercano centro de acogida de San Isidro. Es una de las personas que ha obtenido la tarjeta de día, que le permite pasar la jornada en el albergue y utilizar todos sus servicios a excepción del alojamiento. Allí se alimenta y se asea.
Un enganche a una farola le permite tener luz. No se separa nunca de su bien más preciado, un ordenador. Cuenta que lleva ocho años “rulando” y que no se droga, ni bebe. Nació en Vigo, pero ha pasado la mayor parte de su vida en Madrid, en acogida. “He trabajado de peón, carpintero, mozo de almacén, reponedor y hasta de comercial”. Ahora no tiene trabajo, está en la calle y solo.
La falta de un empleo, como le ocurre a Antonio, es el motivo que manifiesta el 41% del colectivo de personas sin hogar que les ha conducido a la calle. Un 18% lo achaca a la falta de dinero, y el resto se distribuye entre rupturas afectivas, falta de papeles y adicciones. Solo un 3% manifiesta que su situación es voluntaria.
Carlos (nombre figurado, porque también quiere permanecer en el anonimato por su familia) lleva asentado en un pasadizo de la plaza Mayor desde hace unos seis años. “Tantos que casi ni lo recuerdo”. A las ocho de la mañana ya está en pie, como el resto de las alrededor de 20 personas que buscan refugio en los soportales de la turística plaza. Los servicios de limpieza municipales desembarcan a esa hora e inician una labor de recomposición del lugar. Los sin techo empiezan a desperdigarse.
Tiene 65 años, aspecto muy desaliñado, y contesta a regañadientes. Dice que va a desayunar y lleva un periódico en la mano. “Me gusta estar informado”, explica. Duerme sobre unos cartones encima de los que coloca una colchoneta térmica “de esas de cámping”, se mete en un saco y se tapa con unas mantas. Habla de su época de cocinero en Inglaterra, de los idiomas que habla y de que el Samur Social le está tramitando la pensión. También de que algún cartón de vino cae. “Ya está bien de conversación”, corta y se aleja plaza adelante con paso renqueante.
Es otra de las personas que siempre ha rechazado entrar en un albergue. Normas, horarios, convivencia, no existencia de plazas para parejas, falta de intimidad, son algunas de las razones que los alejan del sistema implantado. Para los más recalcitrantes, el Ayuntamiento ha ideado unos centros que están abiertos todo el día y con requisitos de acceso muy básicos. Lo que se busca es conseguir acercarlos a la red de atención.
Una vez vinculados a los centros, explica García de Pablos, la directora del centro de acogida de San Isidro, se trata de conseguir que continúen adelante. En su centro les ofrecen, además de alojamiento y manutención, cursos y talleres. “Son personas muy luchadoras, pero les han pasado tantas cosas, a veces en un espacio de tiempo corto, que seguramente nosotros no lo soportaríamos”, opina. Algo que tenía muy claro Raquel. “Cuando alguien me mira con desprecio por la calle, pienso que si ellos acabaran aquí no serían capaces de aguantar ni un momento”.
Mucho más que una cama
“Lo que estas personas han perdido es una casa, no una cama, no se trata solo de un problema térmico”, explica Jesús Sandín, responsable del programa de personas sin hogar de la ONG Solidarios para el Desarrollo, que colabora con los servicios sociales municipales. Con este argumento intenta aclarar la razón por la que alrededor de un 32% del colectivo de las 2.200 personas que el Ayuntamiento calcula viven en la calle rechazan los centros de acogida.“Tienen derecho a tener intimidad y en estos lugares no existe. Los albergues no están mal, pero sería más adecuado que fueran más pequeños”, opina. Su organización intenta paliar la soledad de los individuos que pernoctan en la calle y mejorar su estado de ánimo con algo tan simple como una conversación “de igual a igual”. Para Sandín, la exclusión social representa el fracaso de toda la red. “Inconscientemente se culpa al que está en la calle de su situación”, comenta. No se tiene en cuenta las múltiples circunstancias que pueden confluir en una persona y que le han conducido a esa situación. “Si hay alguien a la puerta de nuestra casa en esas condiciones lo que queremos cuando llamamos al Ayuntamiento es que se lo lleven de ahí”, sostiene. Por eso piensa que una de las asignaturas pendientes es cambiar la percepción de la gente hacia este colectivo.
Desde Faciam, Federación de asociaciones de ayuda a marginados y centros para la integración, apuntan a que lo importante es recuperar a la persona. “Cuando una persona está en la calle no solo necesita un trabajo y un techo”, explican. También consideran imprescindible la prevención, por ejemplo, cuando un joven abandona con 18 años un centro de protección de menores, o cuando una persona sale de la cárcel. Por este motivo piensan que es necesaria una mayor coordinación entre las instituciones, “porque cuanto más tiempo pasa una persona en la calle, más difícil es su recuperación”.
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