Ocho años antes puso Kien el siguiente anuncio en el
periódico “Erudito con biblioteca de excepcionales dimensiones busca ama de
llaves responsable. Presentarse solamente personas de mucho carácter. Gentuza
volará escaleras abajo. Asunto sueldo, secundario.” Teresa Krumbholz tenía por
entonces un buen puesto, en el que siempre había estado a gusto. Cada día, antes
de preparar el desayuno a sus amos, se leía entera la página de anuncios del
periódico para saber lo que ocurría en el mundo. No estaba dispuesta a terminar
su vida con esa familia ordinaria. Todavía era una mujer joven, 48 años por
cumplir, y hubiera preferido trabajar con algún caballero solo. Una se organiza
mejor en todo: con las mujeres no hay manera de entenderse. Pero tampoco pensaba
dejar un puesto seguro de buenas a primeras. Seguiría en él mientras no supiera
con quién iba a tratar. Conocía las mentiras que publican los diarios y las
montañas de oro que se les promete a las mujeres serias. Pero a una la violan no
bien pone el pie en la casa. Hace ya 33 años que anda sola por el mundo y eso
nunca le ha pasado. Tampoco le pasará: sabe cuidarse muy bien. Esta vez, el
anuncio atrajo poderosamente su atención. Se detuvo en las palabras “Asunto
sueldo, secundario” y releyó varias veces, comenzando por el final, las frases
impresas en gruesos caracteres. El tono la impresionó: ése era un hombre. La
halagaba presentarse como persona de mucho carácter. Vio volar a la gentuza
escaleras abajo, alegrándose sinceramente de su suerte. En ningún momento temió
que la trataran como tal. A la mañana siguiente, se presentó a primera hora
-sobre las siete- en casa de Kien, quien la hizo entrar al vestíbulo y declaró
de inmediato:
-Me he prohibido expresamente recibir gente extraña en
mi apartamento. ¿Está usted en condiciones de hacerse cargo de la biblioteca? La
examinó con una mirada penetrante y recelosa. No quería formarse una opinión
sobre ella antes de oír su respuesta.
-Pero oiga, ¿por quién me toma? Desconcertada por su
brusquedad, le dio una respuesta en la que él no halló nada que
objetar.
-Será bueno que sepa -dijo él- por qué despedí a mi
última ama de llaves. Desapareció un libro de mi biblioteca. Lo hice buscar por
toda la casa y no volvió a aparecer. Me vi obligado a despedirla en el acto.
-Indignado, guardó silencio un instante-. Espero que lo entienda -añadió
finalmente, como si le hubiera exigido demasiado a su inteligencia.
-Tiene que haber orden -replicó ella en el acto. Lo
había desarmado. Con gesto solemne la invitó a pasar a la biblioteca. Ella
avanzó discretamente hasta el primer cuarto y esperó.
-Su zona de actividades -dijo él en tono seco y grave-.
Cada día hay que sacudir una habitación de arriba abajo. Al cuarto día habrá
acabado. Al quinto volverá a empezar por la primera. ¿Podrá hacer este trabajo?
-Servidora.
Kien volvió a salir, abrió la puerta del apartamento y
le dijo: Hasta luego. Empezará hoy mismo.
Auto de fe
Elías Canetti
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