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Sábado 02 de Febrero de
2013 21:21
Francisco Rodríguez
Pastoriza
Francisco
R. Pastoriza*
Acudí a
la exposición de
los impresionistas en la Fundación Mapfre de Madrid el día de la
inauguración
sólo para poder contemplar un cuadro que hace mucho tiempo que me
inquieta. Se
trata de “Un par de botas”, que Vincent Van Gogh pintó en 1886 en su
estudio de
Montmartre en París cuando tenía 33 años y acababa de mudarse a la
capital
francesa para formarse en el estudio de Fernand Cormon. Y allí estaba el
cuadro, casi oculto al doblar una esquina de esta gran exposición, en
uno de
los apartados de la sala dedicada a la Bohemia, de un tamaño menor al
que
siempre me había figurado, pero tan fascinante y enigmático como desde
la
primera vez que lo descubrí en la reproducción de un catálogo sobre la
obra del
pintor holandés. Enigma y fascinación multiplicados ahora al contemplar
el
original. No es de los cuadros más conocidos de Van Gogh, pero es una de
las
obras de la pintura universal que ha generado un mayor número de
interpretaciones.
¿A QUIEN
PERTENECEN
ESTOS ZAPATOS?
Entre
1885 y 1888 Van
Gogh pintó seis cuadros con botas o zapatos, obras que tituló “Un par de
botas”, “Un par de zapatos”, “Viejos zapatos con cordones”… Una primera
mirada
a esta que ahora se expone en Madrid muestra unos zapatos viejos y
embarrados,
llenos de tierra, posiblemente de labranza, por lo que las primeras
interpretaciones se referían a que podrían pertenecer a alguien del
mundo
rural. Un par de botas que se utilizan para faenas agrícolas, un
supuesto
reforzado por el hecho de que el propio Van Gogh se definió en alguna
ocasión
como “un pintor de campesinos”.
El filósofo Martin
Heidegger, en su libro El origen de la obra de arte (1938),
analizó
este cuadro de Van Gogh después de haberlo visto por primera vez en una
exposición en Amsterdam en 1930. Su ensayo lo tituló “Un par de botas de
campesina”, atribuyendo a una mujer la propiedad de las botas. En su
concepto
de la obra de arte como evocadora de una realidad ausente, Heidegger
afirmaba
que a través de este cuadro se revela el cansino andar de la labriega,
la
soledad del sendero, la cabaña en el claro y los gastados y rotos útiles
de
labranza en los surcos y en el hogar. Textualmente: En la oscura
oquedad del
gastado interior de la bota queda plasmada la fatiga de los pasos
laboriosos
(…) Bajo las suelas se desliza la soledad del sendero al caer la tarde
(...)
Este útil está transido de la inquietud latente por la seguridad del
pan, la
callada alegría por la superación renovada de la penuria, la angustiada
espera
del parto y el temblor ante la amenaza de la muerte (...) Este utensilio
pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora (...)
El historiador y crítico
de arte Meyer Schapiro hace, sin embargo, en “La naturaleza muerta como
objeto
personal” (1968) una interpretación distinta a la de Heidegger, ya que
no tiene
ninguna duda de que los zapatos del cuadro de Van Gogh pertenecen a un
habitante de ciudad, posiblemente al propio Van Gogh. Seguramente, dice,
son
sus propios zapatos, los que utilizaba habitualmente para callejear por
la
ciudad y que, en un momento determinado, decidió pintar, de la misma
manera que
pintó su habitación, la silla en la que se sentaba o algunas de sus
pertenencias. En Van Gogh, la idea de los zapatos sería el símbolo del
peregrinaje constante que era su vida de andariego impenitente. Estos
zapatos
no serían sino su autorretrato. Una interpretación avalada por Paul
Gaugin,
quien vivió una temporada con Van Gogh, y dijo en una ocasión que en la
habitación había un par de botas viejas claveteadas, llenas de barro,
con las
que Van Gogh hizo una notable pintura de naturaleza muerta. Y por
François
Gauzo, compañero de taller de Van Gogh, quien asegura que el artista
compró los
zapatos en un rastro de París, se los puso una tarde de lluvia y
quedaron tal
cual los trasladó a su cuadro. Schapiro llega a justificar la imagen con
la que
el pintor ha colocado su mirada sobre los zapatos: “Los ha presentado
frente a
nosotros como mirándonos, con una apariencia tan gastada que podemos
referirnos
a ellos como verdaderos retratos de zapatos en proceso de
envejecimiento”. Lo
hace no sólo para desmentir la interpretación de Heidegger, al que acusa
de
proyectar sus fantasías en la pintura de Van Gogh, sino para “devolver
los
zapatos a su dueño legítimo”.
¿SE TRATA DE UN PAR DE
ZAPATOS?
En 1978,
otro filósofo,
Jacques Derrida, afirmaba en su obra “La verdad en la pintura” que el
calzado
del cuadro es heterosexual, que no existe nada que indique que pertenece
a una
mujer, que puede ser también de un hombre. En este sentido, como acto
simbólico, Derrida cree que los zapatos son únicamente un objeto inerte,
un
producto final reificado, como la pila de zapatos que quedó tras
Auschwitz,
como la que yo mismo he visto expuesta en una de las galerías-museo del
campo
de concentración de Buchenwald y que pertenecieron a los judíos que
fueron
asesinados allí, como el calzado quemado entre los restos de un
incendio, o
como los zapatos de los campesinos que el fotógrafo Walker Evans retrató
durante su etapa en la Farm Security Administration, una institución
creada por
el gobierno de Roosevelt para conocer la vida de los habitantes de las
zonas
rurales de los Estados Unidos durante la Gran Depresión. Evans supo ver
que los
zapatos de aquellos trabajadores del campo retrataban mejor que nada sus
condiciones de vida. Porque los zapatos retratan a quienes los llevan;
estar en
los zapatos de alguien significa estar en su situación. Dos escritores
españoles lo ratifican, al hablar del cuadro de Van Gogh: Manuel Rivas
(“Cuatro
líneas”. El País, 20-12-2008) escribe: Esos dos zapatones
pueden
verse como las páginas centrales de un manifiesto de la Tierra. Parecen
contener la memoria de todo lo que la humanidad ha andado. Incluida la
humanidad descalza. Parecen hechos con el cuero de todos los
despellejados de
la historia. Y Félix de Azúa (“Otro espíritu sobre las aguas”, El
País,
8-11-2008): esas botas elevadas de rango ya no son el útil del
labriego, del
caminante, del peregrino o del propio Van Gogh... sino el signo
abstracto del
dolor humano encarnado por un icono que destruye para siempre las viejas
botas
que todos hemos amado con locura y por cuyo amor hemos tardado
demasiados años
en comprar unas nuevas.
Pero, finalmente,
Derrida introduce un nuevo elemento, insospechado, desconcertante, fruto
de una
contemplación detallista del cuadro de Van Gogh, una sorpresa que ahora
seguramente usted va a experimentar también. Mire fijamente el cuadro:
¿Se
trata en realidad de un par de botas?. ¿No parece más bien que las dos
piezas
sean de un mismo pie izquierdo, de pares de zapatos diferentes?. El
simbolismo
de esta nueva visión lleva al filósofo a interpretar la pintura como la
expresión de una bisexualidad evidente y hasta a ver en su composición
la forma
de una vagina.
*Profesor de la UCM
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