Creo recordar que el día que murió Franco fue miércoles, 20 de noviembre de 1975, miércoles, creo que era ese día de la semana, hacía un día muy frío y extremadamente lluvioso, yo tenía 15 años, estudiaba el bachillerato, en el colegio nos dieron tres días libres por el luto, en la televisión de casa por la mañana pude ver en blanco y negro el mensaje de Arias Navarro, que al final lloraba de emoción, yo tenía que comprar un libro y decidí irme a la calle Arenal donde estaban mis tres librerías favoritas, hoy desaparecidas las tres, la diminuta librería de Carmina Abril que era también sala de arte, en cuya trastienda había siempre tertulia de intelectuales en torno a la mesa camilla y donde se conseguían los libros prohibidos de poetas españoles editados por la editorial Losada de Buenos Aires, y donde Carmina Abril me atendía maravillada de que un jovencito de 15 años fuera pidiéndole esos libros, la segunda librería era la galdosiana editorial Hernando, cerca de Ópera, y digo galdosiana no sólo por sus anaqueles y decoración decimonónica, decadente, sino porque era la editorial de la obra de Galdós, entre otros insignes autores, corrían aún esos tiempos en que las librerías eran también editoriales, antes de la globalización, y la tercera librería, favorita también, de la calle Mayor como las otras dos, era la Editorial Pueyo, casi llegando a Sol.
Diluviaba y hacía un frío espantoso esa mañana de noviembre, yo me fui a comprar el libro, Cien años de soledad, con ese título tan rotundo y absoluto no se puede dejar de leer un libro, sobre todo si se tienen 15 años, mi madre me regañó al salir porque hacía muy mal día para irme a comprar un libro, iba a coger algo, y total podía ir cualquier otro día, pero yo no podía esperar, aquel libro me estaba esperando, me llamaba.
Lo compré, me lo llevé a casa como si fuera un ave rapaz que atrapa una presa y se va a su refugio a devorarla tranquilamente, me encerré en mi cuarto, y me lo leí de una zampada esa misma tarde, no podía parar, era una sensación cercana al éxtasis, como si inhalara algún potente narcótico.
El arte, el verdadero arte, el poder radical del pensamiento, la creatividad, las ideas, el poder transformador de la inteligencia, la sensibilidad.
Siempre el arte.
Es una experiencia única poder leer este libro por primera vez.
Conservo como una de las más preciadas joyas de mi biblioteca de juventud aquella edición de Plaza & Janés.
El placer de la lectura, el mayor placer que un hombre pueda sentir, verse reflejado en el pensamiento de otro hombre, como en un juego de espejos fascinante y enriquecedor.
Aquel libro, muy caro para mí, lo compré con los ahorros de la pequeña asignación que me daban en casa para gastos, qué tiernos recuerdos de juventud.
Para ser justos diré que me daban dos asignaciones, una mi padre y otra mi abuela, la más cuantiosa era la de mi abuela, todo hay que decirlo, y luego mi madre de vez en cuando, llorándola, me daba algo para algún gasto extra.
Imaginaros que yo era tan ahorrador que cuando empecé a trabajar a los 25 años tenía 300.000 pesetas ahorradas en la libreta de la Caja de Ahorros, todo un dinero para la época.
Me he ido por las ramas otra vez, bueno, lo dicho, si alguien aún no ha leído Cien años de soledad que no deje de hacerlo, es como la Biblia o el Quijote, imprescindible.
el paseante
¡Cuántas tardes sentada leyendo cuentos en el suelo de la librería Abril! No en vano Carmina era mi madrina.
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