Era una reproducción del San Sebastián de Guido Reni que se encuentra en la colección del Palazzo Rosso de Génova.
El tronco del árbol negro y levemente inclinado de la ejecución destacaba sobre un fondo a lo Tiziano, formado por un bosque melancólico y un cielo sombrío y distante.
Un joven de notable belleza, estaba desnudo, atado al tronco del árbol.
Tenía las manos cruzadas en alto, por encima de la cabeza, y las cuerdas que le ceñían las muñecas estaban a su vez atadas al árbol.
No se veían ligaduras y la desnudez del joven sólo la paliaba un burdo paño blanco, anudado flojamente a la altura de las ingles. Supuse que se trataba de la representación del martirio de un cristiano.
Pero como la obra se debía a un pintor de la escuela ecléctica del Renacimiento, incluso la pintura de la muerte de un santo cristiano desprendía una viva impresión de cultura pagana. En el cuerpo del joven no se veía rastro del duro vivir o de la decrepitud de santos que en tantas representaciones se ven. Contrariamente, en aquel cuerpo sólo había juventud primaveral, luz, belleza y placer.
Su blanca e incomparable desnudez resplandece sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos, brazo de guardia pretoriano acostumbrado a tensar el arco y a blandir la espada, están alzados en grácil ángulo, y sus muñecas atadas se cruzan inmediatamente encima de la cabeza.
Tiene la cabeza levemente alzada y los ojos abiertos de par en par, contemplando con profunda tranquilidad la gloria de los cielos.
No es dolor lo que emana de su terso pecho, de su terso abdomen, de sus caderas levemente inclinadas, sino un llama de melancólico placer, como el que produce la música.
Si no fuera por las flechas con la punta profunda hundida en el pectoral izquierdo y en el costado derecho, parecería un atleta romano descansando de su fatiga, apoyado en un oscuro árbol de un jardín.
Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde adentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis.
Pero la sangre no mana, y no hay siquiera la multitud de flechas que se ven en otras representaciones del martirio de San Sebastián. Esas dos solitarias flechas proyectan sus calmas y gráciles sombras en la tersura de su piel, como las sombras de una rama en una escalinata de mármol.
El tronco del árbol negro y levemente inclinado de la ejecución destacaba sobre un fondo a lo Tiziano, formado por un bosque melancólico y un cielo sombrío y distante.
Un joven de notable belleza, estaba desnudo, atado al tronco del árbol.
Tenía las manos cruzadas en alto, por encima de la cabeza, y las cuerdas que le ceñían las muñecas estaban a su vez atadas al árbol.
No se veían ligaduras y la desnudez del joven sólo la paliaba un burdo paño blanco, anudado flojamente a la altura de las ingles. Supuse que se trataba de la representación del martirio de un cristiano.
Pero como la obra se debía a un pintor de la escuela ecléctica del Renacimiento, incluso la pintura de la muerte de un santo cristiano desprendía una viva impresión de cultura pagana. En el cuerpo del joven no se veía rastro del duro vivir o de la decrepitud de santos que en tantas representaciones se ven. Contrariamente, en aquel cuerpo sólo había juventud primaveral, luz, belleza y placer.
Su blanca e incomparable desnudez resplandece sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos, brazo de guardia pretoriano acostumbrado a tensar el arco y a blandir la espada, están alzados en grácil ángulo, y sus muñecas atadas se cruzan inmediatamente encima de la cabeza.
Tiene la cabeza levemente alzada y los ojos abiertos de par en par, contemplando con profunda tranquilidad la gloria de los cielos.
No es dolor lo que emana de su terso pecho, de su terso abdomen, de sus caderas levemente inclinadas, sino un llama de melancólico placer, como el que produce la música.
Si no fuera por las flechas con la punta profunda hundida en el pectoral izquierdo y en el costado derecho, parecería un atleta romano descansando de su fatiga, apoyado en un oscuro árbol de un jardín.
Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde adentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis.
Pero la sangre no mana, y no hay siquiera la multitud de flechas que se ven en otras representaciones del martirio de San Sebastián. Esas dos solitarias flechas proyectan sus calmas y gráciles sombras en la tersura de su piel, como las sombras de una rama en una escalinata de mármol.
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