El País
CULTURA
La domesticación del Romanticismo
El conflicto entre individualismo y sociedad alimenta la novela moderna
El escritor Thomas Mann quiso resolverlo en el relato ‘Tonio Kröger’
Según el prestigioso crítico alemán Reich-Ranicki, es el relato que mejor simboliza el siglo XX
1 En 1930, solo unos meses después de habérsele concedido el
Premio Nobel
de Literatura, Thomas Mann (1875-1955) publica en la revista Die Neue
Rundschau un breve texto autobiográfico. Se le había otorgado el premio,
así lo declara el diploma entregado en el solemne acto, como autor de su primera
novela, Los Buddenbrook, con la que había ganado muy joven
celebridad mundial, y ello pese a que para entonces ya habían aparecido títulos
posteriores a ese primero como Muerte en Venecia o La montaña
mágica, hoy considerados clásicos de la literatura universal. Por eso
sorprende tanto más la confidencia que el novelista desliza en su autobiografía.
Se está refiriendo a su obra teatral Fiorenza y de pronto leemos: “Le
había precedido un volumen de novelas cortas, en donde iba la narración que
todavía hoy es acaso, entre todo lo que yo he escrito, la más próxima a mi
corazón y la que aún hoy gusta a los jóvenes: Tonio
Kröger”.
¡Toma ya! Ese relato breve escrito por un veinteañero en esforzada lucha por apoderarse de su desbordante talento creador, solo vagamente recordado y leído en la actualidad, es “el más próximo al corazón” del Mann maduro. Por otra parte, Thomas Mann y los suyos, colección de ensayos del prestigioso crítico literario Marcel Reich-Ranicki, recientemente fallecido, incluye uno intitulado así: “El relato del siglo: Tonio Kröger”. Nótese que ninguno de los dos, novelista y crítico, afirman que sea la mejor o la más perfecta de sus obras. De hecho, el segundo escribe: “Pues resulta indudable que Tonio Kröger constituye un producto imperfecto, un producto literario enormemente deficiente incluso”. Y a continuación se extiende en el análisis literario del texto y en su influencia sobre otros novelistas, sin argumentar, por desgracia, por qué, pese a esas deficiencias que juzga enormes, lo escoge nada menos que como el relato representativo o simbólico de todo el siglo XX.
Este artículo se propone suministrar esa explicación de teoría general de la cultura que falta a Reich-Ranicki. Permítaseme añadir, por mi parte, que cuando leí el relato por vez primera, allá en el país de la lejana adolescencia, presentí, en efecto, que en él se hallaba involucrada, de forma más o menos latente, la cuestión palpitante de la cultura contemporánea: el peliagudo problema de la domesticación del yo romántico.
2 Cuando nace el yo moderno —aquella conciencia de estar dotado de una dignidad incondicional, resistente a todo, incluido el interés general o el bien común de los hombres—, el conflicto social es inevitable. Porque la sociedad reclama la integración de ese yo individual dentro de la economía productiva —oficio y casa, producción y reproducción— mientras que él anhela, por el contrario, seguir con fidelidad las leyes de su corazón. Desafía el orden constituido, que se le presenta como una amenaza a sus deseos más genuinos y personales, y a la postre sucumbe aplastado por el superior peso de la inclemente mayoría social. Para narrar ese conflicto se inventa un nuevo género literario: la novela moderna. Desde Cervantes a Thomas Mann las novelas recrean con mil variaciones esa conflictividad no resuelta.
Ahora bien, durante el Romanticismo dicho conflicto se exacerba y asume un radicalismo hasta entonces desconocido que lo encontramos bien compendiado en el título del célebre ensayo de Kierkegaard: Aut-aut. Que quiere decir: o lo uno o lo otro, dos opciones incompatibles y absolutamente irreconciliables. Las dos opciones en pugna son: de un lado, la ética del trabajo y las reglas del matrimonio burgués (oficio y casa); de otro, una vida digna de ese nombre, elevada y apasionada, los derechos del artista genial y los deseos infinitos del corazón. El antagonismo establecido por el Romanticismo conduce a una suerte de desprecio mutuo: para el artista, la mayoría social se compone de burgueses regidos por convenciones hipócritas, filisteos de mostrenca existencia; para la mayoría social, el artista es un bohemio sospechoso, amoral, estéril. Hay, pues, que elegir entre una normalidad sana pero estúpida y una individualidad auténtica pero excéntrica, maldita y socialmente fracasada.
Este aut-aut romántico estructura el mundo simbólico en el que se desenvuelven las grandes novelas europeas a partir del Werther de Goethe y La nueva Eloísa de Rousseau, fundadoras de la nueva etapa. Y, al final de esa etapa de más de siglo y medio, todavía sigue alimentando el universo de las principales novelas de Thomas Mann, Los Buddenbrook, Muerte en Venecia, La montaña mágica, hasta la última de sus creaciones maestras, Doctor Faustus. En todos los casos, sus protagonistas se agitan en esa contraposición radical, irrebasable, entre la esfera de una vida buena, sencilla y burguesa, y la del amor mórbido y la belleza culpable cultivados por un yo artístico de anhelos absolutos y rebelde a la integración social.
Pero este fragmento no bebe solo de sus vivencias amorosas, sino también de su frustración. El colegial Thomas Mann cometió el error de escribirle a Armin Martens unos poemas sentimentales cuya cursilería difícilmente reencontraremos en su obra posterior y Martens se rió de él. Esta experiencia clásica, vivida por miles de enamorados antes y después, habrá causado en muy pocos una conmoción tan cruel y fructífera como en el sensible Thomas Mann, cuyo inmaduro ego quedó marcado para siempre el “gran día” en que le confesó a Armin su amor. En su posterior relación con Paul Ehrenberg se mostraría más discreto, pero el resultado fue igualmente doloroso. Ehrenberg tenía éxito social y una larga lista de compromisos en la que Thomas Mann apenas tenía cabida. Si Martens lo había castigado con la incomprensión y el rechazo, Ehrenberg le dedicó una despreocupada indiferencia mientras flirteaba con camareras y bailarinas. El dolido Mann apuntó contra los dos el arma de su desprecio. Sobre todo a Ehrenberg lo atormentó reprochándole su falta de intelecto. “Todo artista auténtico y honesto se ríe de la ingenuidad”, hace decir a Tonio Kröger. Después Mann les dio la espalda a los rubicundos Paul y Armin casándose con una mujer morena y en vida ya no volvió a verlos; pero nunca logró expulsarlos de su obra, en la que perviven reconvertidos en carnaza de su mejor literatura.
Durante la Gran Guerra, Mann proyectó el aut-aut romántico sobre el
conflicto bélico en Consideraciones de un apolítico (1918), un
ensayo largo, espeso y atormentado en el que, asistido por un vasto aparataje
cultural, legitima el imperialismo bélico del káiser Guillermo II de Alemania.
Llevado de un cierto esquematismo, aplica a Francia los atributos de la
Zivilisation objeto de su exquisito desprecio —el humanismo, la
política, el pacifismo y la democracia defendidos por su hermano Heinrich— en
tanto que presenta Alemania como la realización histórica de la verdadera
Kultur, siempre artística y apolítica según él. Tan magno empeño, como
si el ensayo hubiera madurado precisamente cuando su autor estaba a punto de
desprenderse de sus ideas, sería seguido prontamente de una retractación en toda
regla por el propio novelista. En 1922 pronunció la resonante conferencia
Sobre la república alemana en la que cruza la raya y, con gran
ceremonia, se pasa públicamente a la antes aborrecida Zivilization
—que, tras la derrota militar, había asumido en Alemania la forma de la
democrática Constitución de Weimar—, decisión que a partir de 1933 le costaría
un largo exilio. Esta evolución en las ideas políticas se hallaba en realidad
anticipada, veinte años atrás, en los presupuestos estéticos de Tonio
Kröger y es justamente eso lo que hace de esta obra, con todo merecimiento,
acreedora al título de “relato del siglo”.
3 El primer amor de Tommy Mann, muchacho de 14 años, fue Armin Martens, quien humilló los delicados sentimientos de su amigo cuando este, venciendo su natural timidez, reunió las fuerzas suficientes para declararlos, lo que le llevó a replegarse en sí mismo aún más que antes. Cuando unos diez años después empezó a tratar a Paul Ehrenberg, simpático, mundano, bonancible, el novelista era ya un hombre seguro de sí, sostenido por el éxito literario, y la relación de amistad homoerótica transcurrió por cauces más dichosos. En 1901 escribe a su hermano Heinrich que ha descubierto en sí “una felicidad sentimental indescriptible, pura e inesperada”, que le había enseñado “que en mí todavía queda algo sincero, cálido y bueno y no solo la ironía, que en mí aún no todo se ha visto devastado, desnaturalizado y carcomido por la maldita literatura”. Esta experiencia personal será decisiva para la superación del Romanticismo, porque en ella el artista lúcido, en lugar de desdeñar ese lado “sincero, cálido y bueno” de su corazón en nombre de la fría pasión de la literatura, maldice de esta y extiende confiado los brazos para palpar la “felicidad sentimental”, como lo haría cualquier burgués ingenuo. Ya no más ese aut-aut que enfrenta opciones vitales incompatibles, o el arte o la vida, toda vez que en este caso el arte, renunciando a sus pretensiones excesivas, se abandona gozosamente al enamoramiento de la bella vulgaridad de la vida. Como congruente culminación de este proceso, en 1905 Thomas Mann contrajo matrimonio con Katia Pringsheim, hija de un adinerado profesor judío, observando sin reservas todas las convenciones burguesas previstas para la ocasión.
Tonio Kröger presenta tres escenas de amor en sucesivas etapas de la vida del protagonista (14, 17 y 30 años). El objeto del primer amor es Hans Hansen; el del segundo, Inge Holm. En la tercera escena Tonio, solo en una sala de baile de un pueblo de Dinamarca, se encuentra por casualidad con sus dos amores de juventud, unidos en matrimonio. La interpretación de lo ocurrido se transfiere a una larga conversación intercalada en la peripecia del relato entre Tonio y la pintora Lisaveta Ivanovna y a la carta final que le remite a esta. Le revela a su amiga que al arte proporciona lucidez al artista, pero que él se halla fatigado de esas “náuseas del conocimiento” que estragan lo humano residente en él. Para él ahora, “lo normal, lo honrado y lo amable representan el reino de nuestras ilusiones: la vida en su seductora trivialidad”. ¿Qué artista romántico, poseído por ese rousseauniano amour de soi, persuadido de la importancia de su enfática misión, cantaría las alabanzas de la honradez normal y de su seductora trivialidad? Pues bien, Tonio Kröger lo hace y, no contento con ello, aun se resuelve a encomiar atrevidamente “las delicias de la vulgaridad”.
Lo nuevo de este relato, cuando se lee en perspectiva histórica y comparada, estriba en esa insólita fascinación del hombre artístico por la normalidad: la normalidad de la democracia, el humanismo, el pacifismo. En suma, la normalidad de la civilización. Lo abruptamente insinuado en Tonio Kröger Thomas Mann lo llevó a magistral consumación en su saga mítica José y sus hermanos (1933-1943). Su héroe, el José bíblico, compendia lo mejor de Tonio Kröger y de Hans Hansen. Es lúcido y artístico como el primero, pero también ingenuo y vital como el segundo: es un favorito de los dioses que lo tiene todo. Atrás quedan las oposiciones, que resultan felizmente integradas. “Todo hombre”, se lee en José y sus hermanos, “tiene y prefiere más o menos conscientemente una imagen, una idea predilecta que constituye para él un manantial de secretas delicias, alimenta su concepto de la vida y le sirve de sostén. Para José esta idea inefable era la cohabitación de lo carnal y lo espiritual, de la belleza y la sabiduría, la conciencia de estos méritos que se realzan mutuamente”.
4 “El relato del siglo” dibuja el camino para una domesticación del yo romántico, inflamado y salvaje, y en consecuencia, enteramente incompatible con la buena convivencia entre ciudadanos. El corazón del yo romántico alberga deseos infinitos y la convivencia democrática pone dique a esos deseos. El Romanticismo ha denostado esas limitaciones al grito de la libertad interior del artista y les ha retirado toda posible fuente de legitimidad. Tonio Kröger señala una dirección contraria: no anular el yo romántico —por supuesto que no: está en el origen de nuestra individualidad— sino educar sus excesos y civilizarlo. La era del conflicto irrebasable ha terminado; ahora se trata de desbrozar la escondida senda que conduce a una reapropiación consciente y voluntaria de los límites inherentes a la convivencia, no solo los exteriores que regulan una ordenada vida en común, sino también aquellas delimitaciones interiores que, lejos de alienarnos, nos constituyen como los individuos finitos y mortales que somos.
Y para culminar esa tarea hemos de desarrollar un fino sentido para percibir la verdad, bondad y belleza de esos límites, ese mismo sentido que movió a Tonio Kröger a enamorarse, contra toda evidencia, de la “seductora trivialidad” y de “las delicias de la vulgaridad”. El lema de la nueva época no será otro que aquel que se dio a sí mismo Goethe: “Limitarse es extenderse”.
¡Toma ya! Ese relato breve escrito por un veinteañero en esforzada lucha por apoderarse de su desbordante talento creador, solo vagamente recordado y leído en la actualidad, es “el más próximo al corazón” del Mann maduro. Por otra parte, Thomas Mann y los suyos, colección de ensayos del prestigioso crítico literario Marcel Reich-Ranicki, recientemente fallecido, incluye uno intitulado así: “El relato del siglo: Tonio Kröger”. Nótese que ninguno de los dos, novelista y crítico, afirman que sea la mejor o la más perfecta de sus obras. De hecho, el segundo escribe: “Pues resulta indudable que Tonio Kröger constituye un producto imperfecto, un producto literario enormemente deficiente incluso”. Y a continuación se extiende en el análisis literario del texto y en su influencia sobre otros novelistas, sin argumentar, por desgracia, por qué, pese a esas deficiencias que juzga enormes, lo escoge nada menos que como el relato representativo o simbólico de todo el siglo XX.
Este artículo se propone suministrar esa explicación de teoría general de la cultura que falta a Reich-Ranicki. Permítaseme añadir, por mi parte, que cuando leí el relato por vez primera, allá en el país de la lejana adolescencia, presentí, en efecto, que en él se hallaba involucrada, de forma más o menos latente, la cuestión palpitante de la cultura contemporánea: el peliagudo problema de la domesticación del yo romántico.
2 Cuando nace el yo moderno —aquella conciencia de estar dotado de una dignidad incondicional, resistente a todo, incluido el interés general o el bien común de los hombres—, el conflicto social es inevitable. Porque la sociedad reclama la integración de ese yo individual dentro de la economía productiva —oficio y casa, producción y reproducción— mientras que él anhela, por el contrario, seguir con fidelidad las leyes de su corazón. Desafía el orden constituido, que se le presenta como una amenaza a sus deseos más genuinos y personales, y a la postre sucumbe aplastado por el superior peso de la inclemente mayoría social. Para narrar ese conflicto se inventa un nuevo género literario: la novela moderna. Desde Cervantes a Thomas Mann las novelas recrean con mil variaciones esa conflictividad no resuelta.
Ahora bien, durante el Romanticismo dicho conflicto se exacerba y asume un radicalismo hasta entonces desconocido que lo encontramos bien compendiado en el título del célebre ensayo de Kierkegaard: Aut-aut. Que quiere decir: o lo uno o lo otro, dos opciones incompatibles y absolutamente irreconciliables. Las dos opciones en pugna son: de un lado, la ética del trabajo y las reglas del matrimonio burgués (oficio y casa); de otro, una vida digna de ese nombre, elevada y apasionada, los derechos del artista genial y los deseos infinitos del corazón. El antagonismo establecido por el Romanticismo conduce a una suerte de desprecio mutuo: para el artista, la mayoría social se compone de burgueses regidos por convenciones hipócritas, filisteos de mostrenca existencia; para la mayoría social, el artista es un bohemio sospechoso, amoral, estéril. Hay, pues, que elegir entre una normalidad sana pero estúpida y una individualidad auténtica pero excéntrica, maldita y socialmente fracasada.
Este aut-aut romántico estructura el mundo simbólico en el que se desenvuelven las grandes novelas europeas a partir del Werther de Goethe y La nueva Eloísa de Rousseau, fundadoras de la nueva etapa. Y, al final de esa etapa de más de siglo y medio, todavía sigue alimentando el universo de las principales novelas de Thomas Mann, Los Buddenbrook, Muerte en Venecia, La montaña mágica, hasta la última de sus creaciones maestras, Doctor Faustus. En todos los casos, sus protagonistas se agitan en esa contraposición radical, irrebasable, entre la esfera de una vida buena, sencilla y burguesa, y la del amor mórbido y la belleza culpable cultivados por un yo artístico de anhelos absolutos y rebelde a la integración social.
Autobiografía encubierta
Rosa Sala Rose
“Tonio Kröger, Tonio Kröger. Siempre es lo mismo”, escribiría Thomas
Mann 18 años después de haber publicado este relato, tras contemplar embelesado
a un apuesto joven durante unas vacaciones. Tonio Kröger constituye el
reflejo literario apenas encubierto de las dos principales vivencias amorosas
del autor, ambas juveniles. Por un lado, la de su primer amor por su compañero
de escuela Armin Martens, el vitalista adolescente Hans Hansen del relato. En la
figura de la alegre compañera de baile Inge Hölm, en cambio, encontramos
transvestido a Paul Ehrenberg, que según Mann fue “la principal experiencia
amorosa de mis 25 años”. El escritor nunca volvería a amar a nadie, ni siquiera
a su esposa Katia, con la misma intensidad platónica con la que amó a Martens y
a Ehrenberg. Cuando en 1931 el Prager Tagblatt le pasó una encuesta
sobre “Mi primer amor”, Thomas Mann contestó diciendo que “únicamente habría
podido referirme a mi relato juvenil Tonio Kröger”. Ninguna
otra obra de Thomas
Mann constituye hasta tal punto un fragmento encubierto de su
autobiografía.Pero este fragmento no bebe solo de sus vivencias amorosas, sino también de su frustración. El colegial Thomas Mann cometió el error de escribirle a Armin Martens unos poemas sentimentales cuya cursilería difícilmente reencontraremos en su obra posterior y Martens se rió de él. Esta experiencia clásica, vivida por miles de enamorados antes y después, habrá causado en muy pocos una conmoción tan cruel y fructífera como en el sensible Thomas Mann, cuyo inmaduro ego quedó marcado para siempre el “gran día” en que le confesó a Armin su amor. En su posterior relación con Paul Ehrenberg se mostraría más discreto, pero el resultado fue igualmente doloroso. Ehrenberg tenía éxito social y una larga lista de compromisos en la que Thomas Mann apenas tenía cabida. Si Martens lo había castigado con la incomprensión y el rechazo, Ehrenberg le dedicó una despreocupada indiferencia mientras flirteaba con camareras y bailarinas. El dolido Mann apuntó contra los dos el arma de su desprecio. Sobre todo a Ehrenberg lo atormentó reprochándole su falta de intelecto. “Todo artista auténtico y honesto se ríe de la ingenuidad”, hace decir a Tonio Kröger. Después Mann les dio la espalda a los rubicundos Paul y Armin casándose con una mujer morena y en vida ya no volvió a verlos; pero nunca logró expulsarlos de su obra, en la que perviven reconvertidos en carnaza de su mejor literatura.
3 El primer amor de Tommy Mann, muchacho de 14 años, fue Armin Martens, quien humilló los delicados sentimientos de su amigo cuando este, venciendo su natural timidez, reunió las fuerzas suficientes para declararlos, lo que le llevó a replegarse en sí mismo aún más que antes. Cuando unos diez años después empezó a tratar a Paul Ehrenberg, simpático, mundano, bonancible, el novelista era ya un hombre seguro de sí, sostenido por el éxito literario, y la relación de amistad homoerótica transcurrió por cauces más dichosos. En 1901 escribe a su hermano Heinrich que ha descubierto en sí “una felicidad sentimental indescriptible, pura e inesperada”, que le había enseñado “que en mí todavía queda algo sincero, cálido y bueno y no solo la ironía, que en mí aún no todo se ha visto devastado, desnaturalizado y carcomido por la maldita literatura”. Esta experiencia personal será decisiva para la superación del Romanticismo, porque en ella el artista lúcido, en lugar de desdeñar ese lado “sincero, cálido y bueno” de su corazón en nombre de la fría pasión de la literatura, maldice de esta y extiende confiado los brazos para palpar la “felicidad sentimental”, como lo haría cualquier burgués ingenuo. Ya no más ese aut-aut que enfrenta opciones vitales incompatibles, o el arte o la vida, toda vez que en este caso el arte, renunciando a sus pretensiones excesivas, se abandona gozosamente al enamoramiento de la bella vulgaridad de la vida. Como congruente culminación de este proceso, en 1905 Thomas Mann contrajo matrimonio con Katia Pringsheim, hija de un adinerado profesor judío, observando sin reservas todas las convenciones burguesas previstas para la ocasión.
Tonio Kröger presenta tres escenas de amor en sucesivas etapas de la vida del protagonista (14, 17 y 30 años). El objeto del primer amor es Hans Hansen; el del segundo, Inge Holm. En la tercera escena Tonio, solo en una sala de baile de un pueblo de Dinamarca, se encuentra por casualidad con sus dos amores de juventud, unidos en matrimonio. La interpretación de lo ocurrido se transfiere a una larga conversación intercalada en la peripecia del relato entre Tonio y la pintora Lisaveta Ivanovna y a la carta final que le remite a esta. Le revela a su amiga que al arte proporciona lucidez al artista, pero que él se halla fatigado de esas “náuseas del conocimiento” que estragan lo humano residente en él. Para él ahora, “lo normal, lo honrado y lo amable representan el reino de nuestras ilusiones: la vida en su seductora trivialidad”. ¿Qué artista romántico, poseído por ese rousseauniano amour de soi, persuadido de la importancia de su enfática misión, cantaría las alabanzas de la honradez normal y de su seductora trivialidad? Pues bien, Tonio Kröger lo hace y, no contento con ello, aun se resuelve a encomiar atrevidamente “las delicias de la vulgaridad”.
Lo nuevo de este relato, cuando se lee en perspectiva histórica y comparada, estriba en esa insólita fascinación del hombre artístico por la normalidad: la normalidad de la democracia, el humanismo, el pacifismo. En suma, la normalidad de la civilización. Lo abruptamente insinuado en Tonio Kröger Thomas Mann lo llevó a magistral consumación en su saga mítica José y sus hermanos (1933-1943). Su héroe, el José bíblico, compendia lo mejor de Tonio Kröger y de Hans Hansen. Es lúcido y artístico como el primero, pero también ingenuo y vital como el segundo: es un favorito de los dioses que lo tiene todo. Atrás quedan las oposiciones, que resultan felizmente integradas. “Todo hombre”, se lee en José y sus hermanos, “tiene y prefiere más o menos conscientemente una imagen, una idea predilecta que constituye para él un manantial de secretas delicias, alimenta su concepto de la vida y le sirve de sostén. Para José esta idea inefable era la cohabitación de lo carnal y lo espiritual, de la belleza y la sabiduría, la conciencia de estos méritos que se realzan mutuamente”.
4 “El relato del siglo” dibuja el camino para una domesticación del yo romántico, inflamado y salvaje, y en consecuencia, enteramente incompatible con la buena convivencia entre ciudadanos. El corazón del yo romántico alberga deseos infinitos y la convivencia democrática pone dique a esos deseos. El Romanticismo ha denostado esas limitaciones al grito de la libertad interior del artista y les ha retirado toda posible fuente de legitimidad. Tonio Kröger señala una dirección contraria: no anular el yo romántico —por supuesto que no: está en el origen de nuestra individualidad— sino educar sus excesos y civilizarlo. La era del conflicto irrebasable ha terminado; ahora se trata de desbrozar la escondida senda que conduce a una reapropiación consciente y voluntaria de los límites inherentes a la convivencia, no solo los exteriores que regulan una ordenada vida en común, sino también aquellas delimitaciones interiores que, lejos de alienarnos, nos constituyen como los individuos finitos y mortales que somos.
Y para culminar esa tarea hemos de desarrollar un fino sentido para percibir la verdad, bondad y belleza de esos límites, ese mismo sentido que movió a Tonio Kröger a enamorarse, contra toda evidencia, de la “seductora trivialidad” y de “las delicias de la vulgaridad”. El lema de la nueva época no será otro que aquel que se dio a sí mismo Goethe: “Limitarse es extenderse”.
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