El País
CULTURA
Caminando sin desmayo hacia la luz
Afirma —o se pregunta— Tristán en su delirio final: “Oigo la luz”. Desde el
año 2000 el video artista norteamericano Bill Viola inició una serie de trabajos
explorando el tema de las pasiones. Varios de ellos se vieron en Madrid en una
memorable exposición en la Fundación La Caixa de febrero a mayo de 2005.
Justamente en abril de ese año se estrenaba en la Opéra Bastille de París, de la
mano de Peter Sellars y Gerard Mortier, su propuesta de Tristán und
Isolde que ahora ha llegado a Madrid. A través de las alusiones al fuego,
el agua, la naturaleza, la noche, el amor y la muerte, Sellars y Viola buscan,
por encima de todo, la luz en su dimensión más espiritual. Para ello qué mejor
apoyo que el de la música de Wagner en su obra más desmesuradamente
romántica.
Es de sentido común integrar en el concepto de “obra de arte total” las aportaciones lingüísticas del videoarte. La necesidad de una actualización del romanticismo cobra así un sentido especial. Como decía Rüdiger Safranski, la pervivencia hasta la actualidad de lo romántico es “una actitud que, en palabras de Novalis, consiste en conferir a lo ordinario un sentido más elevado; a lo conocido dignidad de desconocido y a lo finito una apariencia de infinitud”.
Ver Tristán e Isolda de la manera que nos proponen Sellars y Viola es todo una experiencia para vivir el romanticismo desde nuestros días. Sobre todo, en el sublime tercer acto, donde las cotas de integración entre el teatro y la creación plástica son excelsas. En los dos primeros la componente descriptiva y naturalista de Viola es, a pesar de su ingenio, bastante previsible. En el tercero su creatividad se desmelena a niveles de genialidad. Sellars aporta un concepto del movimiento escénico de serenidad casi oriental. La intensidad intelectual y emocional de la puesta en escena van a la par, en una exploración dialéctica inteligente del deseo y la compasión, el dolor y la lealtad, la esperanza y la incertidumbre. Desde la diferencia —nada que ver con lecturas escénicas tan sugerentes como las de Chéreau, Gruber o Muller, pongamos por caso—, el de Sellars y Viola es un espectáculo enriquecedor. Camina sin desmayo hacia la luz. Y sugiere en ese esfuerzo muchas ideas.
El reparto vocal es estupendo. Sin ello no se apreciaría de la misma manera el talento de la parte visual. De entrada, Violeta Urmana está imponente como Isolda, por carácter y capacidad de introspección. Robert Dean Smith tiene más dificultades como Tristán, dentro de una adecuada línea de canto. Llega hasta el final con entidad y eso tiene mucho mérito en un papel como el suyo.
Franz-Josef Selig, Ekaterina Gubanova, y Jukka Rasilainen se defienden de mil maravillas, con convicción y clase, los personajes del Rey Marke, Brangäne y Kurwenal, respectivamente. Marc Piollet era una de las grandes incógnitas de la noche, al frente de la Sinfónica de Madrid. Sustituía a Currentzis, un director que ha calado hondo en el público madrileño. Pues bien, Piollet hizo una lectura efusiva, incluso apasionada, quizás demasiado incisiva en el volumen, pero siempre con temperamento y rigor. Respondió al reto que tenía encima, y la orquesta le siguió con profesionalidad y esmero.
Alguna leve protesta aislada para el equipo escénico, no impide resaltar el clima de éxito al final de la primera representación. De momento el teatro Real ha colgado el cartel de “no hay localidades” para todas las representaciones de Tristán e Isolda. Wagner sigue teniendo tirón en Madrid. Y las propuestas con ambición estética, mal que les pese a algunos, también.
Es de sentido común integrar en el concepto de “obra de arte total” las aportaciones lingüísticas del videoarte. La necesidad de una actualización del romanticismo cobra así un sentido especial. Como decía Rüdiger Safranski, la pervivencia hasta la actualidad de lo romántico es “una actitud que, en palabras de Novalis, consiste en conferir a lo ordinario un sentido más elevado; a lo conocido dignidad de desconocido y a lo finito una apariencia de infinitud”.
Ver Tristán e Isolda de la manera que nos proponen Sellars y Viola es todo una experiencia para vivir el romanticismo desde nuestros días. Sobre todo, en el sublime tercer acto, donde las cotas de integración entre el teatro y la creación plástica son excelsas. En los dos primeros la componente descriptiva y naturalista de Viola es, a pesar de su ingenio, bastante previsible. En el tercero su creatividad se desmelena a niveles de genialidad. Sellars aporta un concepto del movimiento escénico de serenidad casi oriental. La intensidad intelectual y emocional de la puesta en escena van a la par, en una exploración dialéctica inteligente del deseo y la compasión, el dolor y la lealtad, la esperanza y la incertidumbre. Desde la diferencia —nada que ver con lecturas escénicas tan sugerentes como las de Chéreau, Gruber o Muller, pongamos por caso—, el de Sellars y Viola es un espectáculo enriquecedor. Camina sin desmayo hacia la luz. Y sugiere en ese esfuerzo muchas ideas.
El reparto vocal es estupendo. Sin ello no se apreciaría de la misma manera el talento de la parte visual. De entrada, Violeta Urmana está imponente como Isolda, por carácter y capacidad de introspección. Robert Dean Smith tiene más dificultades como Tristán, dentro de una adecuada línea de canto. Llega hasta el final con entidad y eso tiene mucho mérito en un papel como el suyo.
Franz-Josef Selig, Ekaterina Gubanova, y Jukka Rasilainen se defienden de mil maravillas, con convicción y clase, los personajes del Rey Marke, Brangäne y Kurwenal, respectivamente. Marc Piollet era una de las grandes incógnitas de la noche, al frente de la Sinfónica de Madrid. Sustituía a Currentzis, un director que ha calado hondo en el público madrileño. Pues bien, Piollet hizo una lectura efusiva, incluso apasionada, quizás demasiado incisiva en el volumen, pero siempre con temperamento y rigor. Respondió al reto que tenía encima, y la orquesta le siguió con profesionalidad y esmero.
Alguna leve protesta aislada para el equipo escénico, no impide resaltar el clima de éxito al final de la primera representación. De momento el teatro Real ha colgado el cartel de “no hay localidades” para todas las representaciones de Tristán e Isolda. Wagner sigue teniendo tirón en Madrid. Y las propuestas con ambición estética, mal que les pese a algunos, también.
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