Diálogos con las
cosas.
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Pregunto a las cosas si soy una cosa más pero no
me contestan.
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Hablo a las cosas como si me oyeran, ignorante
de que en realidad me escuchan atentas, deseosas de oír mi voz, la voz de mis
pensamientos.
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Hablo a las cosas a través del lenguaje de mi
observación y ellas me contestan contemplándome.
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Escucho de las cosas sus mudas llamadas de
socorro, quieren que las salve no sé bien de qué, tal vez deseen dejar de ser
cosas y no puedan.
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Rescato a las cosas de perecer destruidas, las
revivo a una nueva vida junto a mí, y ellas me hablan de sus vidas pasadas con
dulces palabras inaudibles.
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Espero de las cosas la contemplación de la
belleza eterna de lo inmutable y no me defraudan nunca.
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El amor por una cosa es el amor perfecto, de
hecho siempre que amamos a alguien lo convertimos en una cosa.
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Un mundo sólo de cosas sería perfecto,
inanimado, inhabitado, inexistente para nadie.
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Espero siempre la llegada de una cosa
definitivamente nueva que me haga feliz, pero nunca llega.
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Se me escapan las cosas, intento retenerlas pero
parecen lejanas, impenetrables, tan calladas, las cosas dialogan conmigo a
través de sus silencios ilegibles cuya comprensión rehuyo porque me resultan
inquietantes.
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Las cosas me hablan del vacío, de la nada de la
materia solitaria, en ellas parece no
haber espíritu, y ese mensaje de la cosa me inquieta.
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No soporto la realidad absoluta de la cosa, se
impone por encima de mí, de cualquier conjetura o idea y me aplasta.
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La cosa me inquieta porque me mira, me habla y
me escucha desde su silencio como si yo fuera una cosa también.
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En ese triunfo absoluto de la realidad que es la
cosa fracasan todos mis intentos de comprensión de lo espiritual.
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Gracias a las cosas el espíritu tiene donde
sujetarse.
El paseante
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