Las aventuras de Pumby (5). Diario de un niño franquista. El traje de marinerito.
En el franquismo nadie opinaba, y menos que nadie un niño,
los niños en el franquismo éramos poca cosa, no alcanzábamos a tener un estatus
claro dentro de la sociedad, éramos un estorbo, algo que ralentizaba la ansiada
gloria del imperio, una carga, un lastre, no importábamos demasiado, yo por
ejemplo fui un outsider durante todo el franquismo, no sabía en qué consistía
todo aquel montaje, ni me interesaba lo más mínimo, un señor calvo y bajito,
rechoncho y con bigote, y una señora a su lado, que debía de ser su mujer, con
unos collares de perlas muy grandes, que sonreía con unos dientes enormes a los
flases de las cámaras, obispos, muchos obispos por todas partes, y militares,
España parecía seguir en estado de guerra, había militares por todos los rincones,
y limpiabotas, gitanas que te leían la mano, toreros iletrados, escritores de
mucha prosopopeya, folclóricas, algún que otro timador por las calles, y niños
muy serios y callados, porque en cuanto decías o hacías algo te regañaban, en
el franquismo recuerdo que te regañaban mucho y por todo, continuamente y sin
motivo, uno se sentía siempre culpable de haber hecho algo, o de no haber hecho
algo, uno era la culpa hecha niño, la cara oculta del régimen, su envés, uno
era, en definitiva, el futuro que habría de acabar con todo aquello tarde o
temprano, los niños no perdonamos fácilmente las ofensas, y durante el
franquismo se nos ofendió ignorándonos, nunca se habla de nosotros como
víctimas del franquismo pero también lo fuimos.
Psicología infantil…, para psicología infantil la de
aquellos años en que los niños éramos algo así como un añadido inevitable, un
rollo que había que aguantar, relegados a un segundo plano teníamos que
estarnos siempre quietos y callados, sin molestar, sin rechistar, haciendo lo que
nos mandaran, había que ser obedientes, serios, responsables, estudiosos, y
sobre todo pasar desapercibidos, porque los niños de aquellos años éramos
invisibles, los adultos te miraban pero no te veían, por ejemplo, si entrabas
en una tienda y saludabas, decías buenos días, nadie te contestaba nunca, y si
preguntabas algo tampoco, nadie se paraba si preguntabas la hora o qué autobús
debías coger, cuando pagabas algo en una tienda no te decían el precio,
simplemente te cobraban y ya está, el niño venía a ser lo que hoy es un perro,
un animal de compañía que además hacía los recados de la casa, como una
mascota, ya quisiéramos haber sido tratados como hoy se trata a los perros,
había que ser duro, hacerse el duro, resistir impertérrito todo aquello, era el
franquismo, uno notaba que pasaba algo raro, que las cosas no deberían ser así,
pero uno se callaba, porque en el franquismo si hablabas de más estabas acabado,
si eras adulto te metían en la cárcel, y si eras un niño en el reformatorio.
El reformatorio…, vaya nombre, para reformarte sería, es
decir, en lugar de cambiar lo que debían cambiar, el sistema, te cambiaban a ti
para adaptarte al sistema, a ese sistema que generaba inadaptados
continuamente, escoria que era expulsada como un lastre que se tira por la
borda de un transatlántico, el transatlántico del sistema franquista, y allí en
cubierta, perfectamente uniformados de marineritos, estábamos los niños, otras
víctimas del franquismo, como si nada sucediera en realidad con nosotros y todo
fuera normal.
El paseante
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