—Como gustéis, dijo Sócrates; si es cosa que podéis cogerme y si no
escapo a vuestras manos. Y sonriéndose y mirándonos al mismo tiempo,
dijo: no puedo convencer a Criton de que yo soy el Sócrates que conversa
con vosotros y que arregla todas las partes de su discurso; se imagina
siempre que soy el que va a ver morir luego, y en este concepto me
pregunta cómo me ha de enterrar. Y todo ese largo discurso que acabo de
dirigiros para probaros que desde que haya bebido la cicuta no
permaneceré ya con vosotros, sino que os abandonaré e iré a gozar de la
felicidad de los bienaventurados; todo esto me parece que lo he dicho en
vano para Criton, como si sólo hubiera hablado para consolaros y para
mi consuelo. Os suplico que seáis mis fiadores cerca de Criton, pero de
contrario modo a como el lo fue de mi cerca de los jueces, porque allí
respondió por mí de que no me fugaría. Y ahora quiero que vosotros
respondáis, os lo suplico, de que en el momento que muera, me iré; a fin
de que el pobre Criton soporte con más tranquilidad mi muerte, y que al
ver quemar mi cuerpo o darle tierra no se desespere, como si yo
sufriese grandes males, y no diga en mis funerales: que expone a
Sócrates, que lleva a Sócrates, que entierra a Sócrates; porque es
preciso que sepas, mi querido Criton, le dijo, que hablar impropiamente
no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino causar un mal a las
almas. Es preciso tener más valor, y decir que es mi cuerpo el que tú
entierras; y entiérrale como te acomode, y de la manera que creas ser
más conforme con las leyes.
Al concluir estas palabras se levantó y pasó a una habitación
inmediata para bañarse. Criton le siguió, y Sócrates nos suplicó
que le aguardásemos. Le aguardamos, pues, rodando mientras tanto nuestra
conversación ya sobre lo que nos había dicho, haciendo sobre ello
reflexiones, ya sobre la triste situación en que íbamos a quedar,
considerándonos como hijos que iban a verse privados de su padre, y
condenados a pasar el resto de nuestros dios en completa orfandad.
Después que salió del baño le llevaron allí sus hijos; porque tenía
tres, dos muy jóvenes y otro que era ya bastante grande, y con ellos
entraron las mujeres de su familia. Habló con todos un rato en presencia
de Criton, y les dio sus órdenes; en seguida hizo que se retirasen las
mujeres y los niños, y vino a donde nosotros estábamos. Ya se aproximaba
la puesta del sol, porque había permanecido largo rato en el cuarto del
baño. En cuanto entró se sentó en su cama, sin tener tiempo para
decirnos nada, porque el servidor de los Once entró casi en aquel
momento y aproximándose a él, dijo: Sócrates, no tengo que dirigirte la
misma reprensión que a los demás que han estado en tu caso. Desde que
vengo a advertirles, por orden de los magistrados, que es preciso beber
el veneno, se alborotan contra mí y me maldicen; pero respecto a ti,
desde que estás aquí, siempre me has parecido el más firme, el más dulce
y el mejor de cuantos han entrado en esta prisión; y estoy bien seguro
de que en este momento no estás enfadado conmigo, y que sólo lo estarás
con los que son la causa de tu desgracia, y a quienes tú conoces bien.
Ahora, Sócrates, sabes lo que vengo a anunciarte; recibe mi saludo, y
trata de soportar con resignación lo que es inevitable. Dicho esto,
volvió la espalda, y se retiró derramando lágrimas. Sócrates, mirándole,
le dijo: y también yo te saludo, amigo mío, y haré lo que me dices.
Ved, nos dijo al mismo tiempo, qué honradez la de este hombre; durante
el tiempo que he permanecido aquí me ha venido a ver muchas veces; se
conducía como el mejor de los hombres; y en este momento, ¡qué de
veras me llora! Pero, adelante, Criton; obedezcámosle de buena voluntad,
y que me traiga el veneno si está machacado; y si no lo está, que él
mismo lo machaque.
—Pienso, Sócrates, dijo Criton, que el sol alumbra todavía las
montañas, y que no se ha puesto; y me consta, que otros muchos no han
bebido el veneno sino mucho después de haber recibido la orden; que han
comido y bebido a su gusto y aun algunos gozado de los placeres del
amor; así que no debes apurarte, porque aún tienes tiempo.
—Los que hacen lo que tú dices, Criton, respondió Sócrates, tienen
sus razones; creen que eso más ganan, pero yo las tengo también para no
hacerlo, porque la única cosa que creo ganar, bebiendo la cicuta un poco
más tarde, es hacerme ridículo a mis propios ojos, manifestándome tan
ansioso de vida, que intente ahorrar la muerte, cuando esta es
absolutamente inevitable.
Así, pues, mi querido Criton, haced lo que os he dicho, y no me
atormentes más.
—Entonces Criton hizo una seña al esclavo que tenía allí cerca. El
esclavo salió, y poco después volvió con el que debía suministrar el
veneno, que llevaba ya disuelto en una copa. Sócrates viéndole entrar,
le dijo: muy bien, amigo mío; es preciso que me digas lo que tengo que
hacer; porque tú eres el que debes enseñármelo.
—Nada más, le dijo este hombre, que ponerte a pasear después de haber
bebido la cicuta, hasta que sientas que se debilitan tus piernas, y
entonces te acuestas en tu cama. Al mismo tiempo le alargó la copa.
Sócrates la tomó, Equecrates, con la mayor tranquilidad, sin ninguna
emoción, sin mudar de color ni de semblante; y mirando a este
hombre con ojo firme y seguro, como acostumbraba, le dijo: ¿es permitido
hacer una libación con un poco de este brebaje?
—Sócrates, le respondió este hombre, sólo disolvemos lo que
precisamente se ha de beber.
—Ya lo entiendo, dijo Sócrates; pero por lo menos es permitido y muy
justo dirigir oraciones a los dioses, para que bendigan nuestro viaje, y
que le hagan dichoso; esto es lo que les pido, y ¡ojalá escuchen mis
votos! después de haber dicho esto, llevó la copa a los labios, y bebió
con una tranquilidad y una dulzura maravillosas.
Hasta entonces nosotros tuvimos fuerza para contener las lágrimas,
pero al verle beber y después que hubo bebido, ya no fuimos dueños de
nosotros mismos. Yo sé decir, que mis lágrimas corrieron en abundancia, y
a pesar de todos mis esfuerzos no tuve más remedio que cubrirme con mi
capa para llorar con libertad por mí mismo, porque no era la desgracia
de Sócrates la que yo lloraba, sino la mía propia pensando en el amigo
que iba a perder. Criton, antes que yo, no pudiendo contener sus
lágrimas, había salido; y Apolodoro, que ya antes no había cesado de
llorar, prorrumpió en gritos y en sollozos, que partían el alma de
cuantos estaban presentes, menos la de Sócrates. ¿Qué hacéis, dijo,
amigos míos? ¿No fue el temor de estas debilidades inconvenientes lo que
motivó el haber alejado de aquí las mujeres? ¿Por qué he oído decir
siempre que es preciso morir oyendo buenas palabras? Manteneos, pues,
tranquilos, y dad pruebas de más firmeza.
Estas palabras nos llenaron de confusión, y retuvimos nuestras
lágrimas.
—Sócrates, que estaba paseándose, dijo que sentía desfallecer sus
piernas, y se acostó de espalda, como el hombre le había ordenado. Al
mismo tiempo este mismo hombre, que le había dado el veneno, se
aproximó, y después de haberle examinado un momento los pies y las
piernas, le apretó con fuerza un pié, y le preguntó si lo sentía, y
Sócrates respondió que no. Le estrechó en seguida las piernas y,
llevando sus manos más arriba, nos hizo ver que el cuerpo se helaba y se
endurecía, y tocándole él mismo, nos dijo que en el momento que el frío
llegase al corazón, Sócrates dejaría de existir. Ya el bajo vientre
estaba helado, y entonces descubriéndose, porque estaba cubierto, dijo, y
estas fueron sus últimas palabras: Criton, debemos un gallo a
Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda.
—Así lo haré, respondió Criton; pero mira si tienes aún alguna
advertencia que hacernos.
—No respondió nada, y de allí a poco hizo un movimiento. El hombre
aquel entonces lo descubrió por entero y vimos que tenía su mirada fija.
Criton, viendo esto, le cerró la boca y los ojos.
—He aquí, Equecrates, cuál fue el fin de nuestro amigo, del hombre,
podemos decirlo, que ha sido el mejor de cuantos hemos conocido en
nuestro tiempo; y por otra parte, el más sabio, el más justo de todos
los hombres.
Fedón o del alma. Platón.
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