Mi pueblo en verano. José Ramón Carballo. Óleo sobre lienzo. 2009. |
En mi pueblo están encantados de que pinte sus paisajes y rincones, que uno de fuera se dedique a pintar lo suyo les resulta emocionante, nuevo, sorprendente, como si diera valor a sus cosas por otro lado tan apreciadas por ellos, y con razón porque el lugar tiene algo mágico, como irreal, como fuera del mundo.
Parece una aldea de cuento de hadas, el jardín del Edén, un valle fértil regado por un pequeño río que corre debajo de las montañas entre huertas de árboles frutales y olmos centenarios, impresiona el lugar la primera vez que lo ves, y el pueblo sorprende en su pureza, es como si el tiempo no hubiera pasado por él, medio medieval aún, como escondido en la ladera de la montaña, al resguardo de los vientos que soplan en invierno en el valle y de las nieves.
Cuando los lugareños me ven caballete en ristre pintando sus perspectivas se paran a hablar, me dicen que a ver cómo pinto su casa, que les gusta mucho el cuadro, que hace mucho calor (pinto en verano), me dan cebollas que traen de las huertas, tomates, pepinos, me regalan flores, dulces, cestos de mimbre, cualquier cosa en agradecimiento a mi interés por su pueblo, porque les emociona que me guste su pueblo, como a ellos les gusta tanto.
Y es que el pueblo es de una belleza sin igual, hay un pintor en el pueblo que ya está casi ciego, cuando me ve pintando se acerca a hablar conmigo, me dice que envidia que yo pueda pintar, que él ya no puede, que no ve bien, se sienta a mi lado y me mira, sólo me mira, a través de mí parece poder volver a pintar con la imaginación, y yo en esos momentos siento como si fuera él quién tomara mi mano y guiará el pincel, mezclando los colores, trazando las figuras, me emociona tenerle junto a mí, como si fuéramos una sola persona, pasado y presente, hecho pintor para siempre, porque en él me miro igual que él se mira en mí, y sabemos que al mirarnos vemos mucho más allá de nosotros, y que a través de nosotros estamos contemplando en realidad a Dios.
el paseante
Parece una aldea de cuento de hadas, el jardín del Edén, un valle fértil regado por un pequeño río que corre debajo de las montañas entre huertas de árboles frutales y olmos centenarios, impresiona el lugar la primera vez que lo ves, y el pueblo sorprende en su pureza, es como si el tiempo no hubiera pasado por él, medio medieval aún, como escondido en la ladera de la montaña, al resguardo de los vientos que soplan en invierno en el valle y de las nieves.
Cuando los lugareños me ven caballete en ristre pintando sus perspectivas se paran a hablar, me dicen que a ver cómo pinto su casa, que les gusta mucho el cuadro, que hace mucho calor (pinto en verano), me dan cebollas que traen de las huertas, tomates, pepinos, me regalan flores, dulces, cestos de mimbre, cualquier cosa en agradecimiento a mi interés por su pueblo, porque les emociona que me guste su pueblo, como a ellos les gusta tanto.
Y es que el pueblo es de una belleza sin igual, hay un pintor en el pueblo que ya está casi ciego, cuando me ve pintando se acerca a hablar conmigo, me dice que envidia que yo pueda pintar, que él ya no puede, que no ve bien, se sienta a mi lado y me mira, sólo me mira, a través de mí parece poder volver a pintar con la imaginación, y yo en esos momentos siento como si fuera él quién tomara mi mano y guiará el pincel, mezclando los colores, trazando las figuras, me emociona tenerle junto a mí, como si fuéramos una sola persona, pasado y presente, hecho pintor para siempre, porque en él me miro igual que él se mira en mí, y sabemos que al mirarnos vemos mucho más allá de nosotros, y que a través de nosotros estamos contemplando en realidad a Dios.
el paseante
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