Esta foto la tomé ayer por la tarde, como a las 19:00 hs más o menos, hacía una tarde preciosa y me apetecía pasear, me topé con la imponente fachada del Instituto Cervantes, antes de llegar a la plaza de la Cibeles, y ver a la diosa subida en su carro tirado por leones entre los burbujeantes chorros de agua de la fuente.
No pude resistirme a hacer la foto, saqué mi modesto móvil Nokia X2, cuya magnífica cámara no dejará nunca de sorprenderme, y disparé, y he aquí el resultado, magnífico.
La tarde como digo era muy agradable, una de esas tardes de primavera en Madrid en que hace la temperatura ideal y de los árboles desciende una delicada sombra que protege de los rayos del sol.
La luz tan tamizada, contrastada, coloreada, sublimada, como en un cuadro de Velázquez, y el cielo de un azul tornasolado como lleno de iridiscencias luminosas, de haces y rayos de luz, que se superponen en una cascada de luminosidad inagotable y deslumbrante.
Me parece esta fachada del Instituto Cervantes de una magnificencia faraónica, de una monumentalidad colosal, de una grandiosidad sobrecogedora, de una pureza abrumadora, de un equilibrio sublime, y, ya para terminar, de un clasicismo realmente perfecto.
Parece un templo griego, el paradigma de lo que debería ser un templo griego, es decir, un templo griego sublimado, con toques de la colosal arquitectura egipcia, del Egipto más faraónico.
Madrid tiene estas cosas únicas, la monumentalidad de sus edificios que parecen acompañarte y hablarte en tu paseo por sus calles, e invitarte a reflexionar siempre sobre la fugacidad de la existencia sumergido entre tanta aplastante monumentalidad.
Seguí mi paseo hasta la boca del metro y me sumergí en las profundidades underground, nunca mejor dicho, y me fui a recogerme a mi casa de los arrabales, a esa jaula que cuelga, como suspendida de un hilo, sobre el cielo de Madrid, y no pude evitar, como cada noche, fotografiar la vista del cielo al anochecer asomado a la ventana, justo antes de acostarme, y dejar constancia de la belleza última de la luz crepuscular del cielo de Madrid, siempre única y diferente cada anochecer.
Pero eso será asunto de otra entrada y no quiero adelantarme.
Besos
le paseant
No pude resistirme a hacer la foto, saqué mi modesto móvil Nokia X2, cuya magnífica cámara no dejará nunca de sorprenderme, y disparé, y he aquí el resultado, magnífico.
La tarde como digo era muy agradable, una de esas tardes de primavera en Madrid en que hace la temperatura ideal y de los árboles desciende una delicada sombra que protege de los rayos del sol.
La luz tan tamizada, contrastada, coloreada, sublimada, como en un cuadro de Velázquez, y el cielo de un azul tornasolado como lleno de iridiscencias luminosas, de haces y rayos de luz, que se superponen en una cascada de luminosidad inagotable y deslumbrante.
Me parece esta fachada del Instituto Cervantes de una magnificencia faraónica, de una monumentalidad colosal, de una grandiosidad sobrecogedora, de una pureza abrumadora, de un equilibrio sublime, y, ya para terminar, de un clasicismo realmente perfecto.
Parece un templo griego, el paradigma de lo que debería ser un templo griego, es decir, un templo griego sublimado, con toques de la colosal arquitectura egipcia, del Egipto más faraónico.
Madrid tiene estas cosas únicas, la monumentalidad de sus edificios que parecen acompañarte y hablarte en tu paseo por sus calles, e invitarte a reflexionar siempre sobre la fugacidad de la existencia sumergido entre tanta aplastante monumentalidad.
Seguí mi paseo hasta la boca del metro y me sumergí en las profundidades underground, nunca mejor dicho, y me fui a recogerme a mi casa de los arrabales, a esa jaula que cuelga, como suspendida de un hilo, sobre el cielo de Madrid, y no pude evitar, como cada noche, fotografiar la vista del cielo al anochecer asomado a la ventana, justo antes de acostarme, y dejar constancia de la belleza última de la luz crepuscular del cielo de Madrid, siempre única y diferente cada anochecer.
Pero eso será asunto de otra entrada y no quiero adelantarme.
Besos
le paseant
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