Las torres de plata, las cúpulas de oro, el sol...
Regreso a Madrid desde mi arcadia feliz, cae el atardecer sobre la meseta castellana, a lo lejos se ve la sombra azul de las cumbres del Guadarrama.
Resplandece la tarde con una fina luz de oro que esmalta el aire como con finas partículas de luz que flotan en el aire de la tarde.
Desde lejos voy contemplando como se van acercando los pináculos, las cúspides de Madrid, las torres de plata, las cúpulas de oro, la última luz del sol que ilumina la ciudad que yace tumbada sobre la meseta como una doncella doliente, medio adormecida ya por la llegada de la noche.
Siento por anticipado el placer del reencuentro con mi ciudad, su belleza me llama en la lejanía, me atrae su torbellino de vida, sus sonidos, sus colores, sus dulces aromas que respiro como los de una flor.
Soy la abeja que liba su néctar laborioso en la corola de la ciudad cada día, abeja obrera que sin esperar recompensa entrega cada día a la ciudad su esfuerzo dichoso por el deber cumplido entre sus bellos pétalos, entre sus hermosos colores, entre sus deliciosos perfumes.
Sólo por contemplar tanta belleza de nuevo vale la pena regresar.
Y sigue acercándose la ciudad a mí mientras avanzo por la carretera y va cayendo la tarde, y voy perdiendo perspectiva y perdiéndola de vista hasta que en una vuelta del camino me encuentro de improviso con sus torres de plata, sus cúpulas de oro, con la última luz del sol que como un débil reflejo la ilumina debilmente apenas con un último fulgor ya.
Llego a casa, cae la noche, salta Lobi del coche, abro la puerta y me reencuentro con mi hogar de nuevo, el alma se me encoge como en un dulce gemido, aquí está mi vida, realmente aquí estoy yo.
Madrid, mi Madrid, te quiero, no puedo vivir sin ti, no sé si lo sabías, pero lejos de ti no puedo ya estar.
Un beso ciudad,
el paseante
Regreso a Madrid desde mi arcadia feliz, cae el atardecer sobre la meseta castellana, a lo lejos se ve la sombra azul de las cumbres del Guadarrama.
Resplandece la tarde con una fina luz de oro que esmalta el aire como con finas partículas de luz que flotan en el aire de la tarde.
Desde lejos voy contemplando como se van acercando los pináculos, las cúspides de Madrid, las torres de plata, las cúpulas de oro, la última luz del sol que ilumina la ciudad que yace tumbada sobre la meseta como una doncella doliente, medio adormecida ya por la llegada de la noche.
Siento por anticipado el placer del reencuentro con mi ciudad, su belleza me llama en la lejanía, me atrae su torbellino de vida, sus sonidos, sus colores, sus dulces aromas que respiro como los de una flor.
Soy la abeja que liba su néctar laborioso en la corola de la ciudad cada día, abeja obrera que sin esperar recompensa entrega cada día a la ciudad su esfuerzo dichoso por el deber cumplido entre sus bellos pétalos, entre sus hermosos colores, entre sus deliciosos perfumes.
Sólo por contemplar tanta belleza de nuevo vale la pena regresar.
Y sigue acercándose la ciudad a mí mientras avanzo por la carretera y va cayendo la tarde, y voy perdiendo perspectiva y perdiéndola de vista hasta que en una vuelta del camino me encuentro de improviso con sus torres de plata, sus cúpulas de oro, con la última luz del sol que como un débil reflejo la ilumina debilmente apenas con un último fulgor ya.
Llego a casa, cae la noche, salta Lobi del coche, abro la puerta y me reencuentro con mi hogar de nuevo, el alma se me encoge como en un dulce gemido, aquí está mi vida, realmente aquí estoy yo.
Madrid, mi Madrid, te quiero, no puedo vivir sin ti, no sé si lo sabías, pero lejos de ti no puedo ya estar.
Un beso ciudad,
el paseante
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