Pasa el niño junto a mí de la mano del padre bajo el sol de la mañana.La calle aún está vacía, llena sólo de coches aparcados.
El niño pregunta al padre súbitamente: Papá, dime, ¿y se ha muerto para siempre?
El padre le responde con voz bondadosa: sí, hijo, se ha muerto para siempre.
Y la pregunta queda suspendida en el aire frío de la mañana, pegada a los árboles, al seto del jardín, detenida entre los coches aparcados, suspendida en el campanario de la iglesia.
La pregunta no sabe dónde ir.
El niño, siempre el niño, ese poeta involuntario de la vida, poeta de preguntas sin respuesta, el alma pura del niño que no es sino el alma de Dios.
No comprendemos al niño porque no comprendemos a Dios.
Tampoco comprendemos al adulto porque no comprendemos que dentro lleva aún un niño.
El niño va preguntando por la vida pero no pretende obtener respuesta, él ya sabe la respuesta, pregunta sólo por comprobar qué respondemos, por ver si tenemos alguna respuesta.
El niño con el alma pura de Dios aún dentro.
El niño anticipándose al poeta siempre, más poeta que el poeta, más Dios que el mismo Dios.
el paseante
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