A Gloria Muñoz se le inundan los ojos en cuanto empieza a hablar de Alba. Junta las manos sobre el regazo y se las aprieta. “El dolor y el sufrimiento que hemos vivido no se lo deseo a nadie”, dice, secándose a pequeños toques los ojos, bordeados de azul. Alba es su hija. Falleció como consecuencia de la atrofia muscular espinal de grado 1 que padecía, una enfermedad muy grave que causa debilidad muscular extrema, dificultades para respirar y para alimentarse. No tiene tratamiento. Solo fisioterapia, para intentar formar algo de tono muscular, y paliativos, para aliviar el dolor. Eso durante un tiempo: la mayoría de los afectados por esta patología —unos cuatro de cada 100.000 habitantes— mueren antes de cumplir los tres años. Alba vivió siete meses. Los últimos, enchufada a una sonda.
Gloria lo recuerda y respira hondo. No soportaría volver a pasar por lo mismo. “Ver así a tu hijo es tremendo”, dice rotunda. Hace ya casi un año que la niña falleció y a ella y a su marido, Roberto, les gustaría tener otro hijo. También su pequeño David, de seis años, está encantado con la idea. “Somos muy niñeros los tres”, dice con una pequeña sonrisa. Pero desde hace unos días, el miedo puede más que la ilusión en esta pareja, ella funcionaria, él trabajador de la EMT. A raíz de la decisión del ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, de limitar el aborto por malformaciones fetales graves, temen no poder interrumpir el embarazo si se detecta alguna anomalía como la que sufrió Alba.
El pánico al diagnóstico no es infundado. Gloria y Roberto son portadores del gen de la atrofia muscular espinal, por lo que sus hijos tienen el 25% de posibilidades de padecerla. Antes de que naciera su pequeña no lo sabían. Es una patología rara y nunca, que les constara, había habido casos en sus familias. Por eso durante el embarazo no se hicieron las pruebas para detectarla. Ahora, con un estudio genético prenatal llamado biopsia de corion, que se hace en la semana 13 de gestación, lo conocerían. “Tengo clarísimo que si diera positivo no seguiría adelante. Me iría a abortar fuera, a Londres, si hace falta. Cueste lo que me cueste, pero no volvemos a pasar por lo mismo. Eso te lo aseguro”, anuncia Gloria.
Es una mujer activa y llena de vida, pero le tiembla la voz. Esta vez no es de tristeza, sino de indignación. “Nadie, hasta que ha vivido esto, sabe lo que se sufre. Es inconcebible que Gallardón pretenda forzar a las personas a pasar por situaciones que causan este dolor”, remarca con los labios fruncidos. Cuenta que le ha enviado una carta al ministro para explicárselo todo. El dolor de ver a un hijo morir. El de no poder hacer prácticamente nada para evitar que sufra.
A la pequeña Alba le detectaron problemas musculares con dos meses. “Cuando nació no se veía. Era monísima, gordita... Te la comías a besos”, explica la madre. Saca el móvil y muestra una foto de un bebé mofletudo de pelo oscuro. Después, otra con la pequeña, mucho más delgada, sondada. Al principio, cuenta, no sabían qué le ocurría. Le hicieron decenas de pruebas. “Yo pensé que quizá se quedara sin andar. Tenía esperanzas, pero cuando ya nos dijeron lo que tenía y nos explicaron que se iba a morir, me hundí”, relata Gloria. Desde los problemas iniciales pasaron varios meses. Días y noches con olor aséptico. A hospital. De consultas médicas e incertidumbre. Y luego, cuando llegó el diagnóstico, días de dolor.
Gloria y su marido decidieron que cuando la niña estuviera preparada se irían del hospital a casa, para pasar allí sus últimos momentos. Fue duro. La pareja, y la madre de Gloria, se turnaban para atender a la pequeña las 24 horas. Para suministrarle el oxígeno e inyectarle la morfina que necesitaba como tratamiento paliativo.
Roberto y Gloria, asesorados por los psicólogos de la unidad de cuidados paliativos, le explicaron a David que Alba iba a morir. “Se portó fenomenal. Lo entendió, se despidió de su hermana... Al principio preguntaba mucho por ella. Con el Mundial de fútbol quería saber con qué equipo iba Alba. Cuando quiso saber dónde está ahora, le dijimos que ha pasado a ser una estrella y que está en el cielo. Desde entonces su afán es volar de noche para verla”, cuenta la mujer con voz entrecortada. Vuelve a cerrar los puños y sigue: “Mucha gente me dice que al menos la he conocido, que he tenido unos meses a mi hija en los brazos. Pero si hubiera sabido esto antes, habría abortado. Lo que ella ha sufrido, lo que nosotros padecimos... Eso no es humano”.
El País - Sociedad - 26/07/2012
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