LA VULGARIDAD
José Antonio Marina
(Artículo publicado originalmente en LA VANGUARDIA)
El corazón humano está tironeado por dos tendencias. Una es ascendente, la
otra, descendente. Aquella nos impulsa a la excelencia; ésta, al adocenamiento. Una,
a la distinción; otra, a la vulgaridad. Ortega señaló, en los años veinte del pasado siglo,
el peligro de una epidemia de vulgaridad. En este momento, parece otearse un
recrudecimiento de esta enfermedad, como señalaba hace unas semanas Josep Playà
en un artículo titulado “El poder de lo vulgar”, publicado en LA VANGUARDIA.
La palabra “vulgaridad” procede de “vulgus”, que significa pueblo, pero, al
contrario que el término “popular”, ha adquirido un significado peyorativo. Algo
parecido le ha sucedido al término “ordinariez”, que significaba “lo que es común” y ha
acabado significando grosería o zafiedad. Una primera manifestación de vulgaridad es
el rechazo de las normas de urbanidad, que han sido establecidas para amortiguar las
asperezas de la convivencia. Otro tipo de vulgaridad más grave es la sentimental. La
padecen aquellas personas carentes de refinamiento, que sólo entienden sentimientos
muy toscos. Estos dos tipos de vulgaridad, sin duda desagradables, pueden tener su
origen en una falta de educación. Lo malo es cuando se vuelven altaneras e intentan
justificarse. Entonces dejan de ser simplemente molestas, para convertirse en un
peligro.
Hay un modo de vida noble y un modo de vida vulgar. El noble reconoce la
excelencia, la admira e intenta realizarla. El vulgar no cree que exista esa excelencia,
no admira a nada ni a nadie, piensa que todos somos iguales en todo, y está muy
contento de ser como es. El noble, decía Ortega, se exige siempre más. El vulgar, en
cambio, puede decir una frase que es el compendio de la vulgaridad: “No me
arrepiento de nada”. Esta vulgaridad ensoberbecida es la que me parece peligrosa,
porque con frecuencia se alardea de ella como si fuera el ideal democrático. Es verdad
que la democracia se basa en la igualdad de las personas, pero sólo respecto de sus
derechos fundamentales. En todo lo demás, una democracia rigurosa debe ensalzar la
calidad, el mérito, el esfuerzo, la generosidad, la distinción.
Hay dos ideas de la democracia, que derivan de dos tradiciones, la inglesa y la
francesa. La revolución francesa consideró que había que abolir la aristocracia, porque
todos somos pueblo. La inglesa consideraba que todos somos aristócratas, y
debíamos ser tratados como tales y comportarnos como tales. Ésta me parece la
democracia valiosa, que es un modo noble y exigente de vida. ¿No se basa acaso en
la dignidad de todos los seres humanos? “Dignidad” era un título de nobleza, que
confería derechos y exigía un comportamiento adecuado. La gran creación ética fue
reconocérsela a todos los humanos. La dignidad es lo contrario de la vulgaridad,
porque es reconocimiento y reclamación de calidad. Los sentimientos adecuados a
ella son el respeto y la admiración. Respeto por todos, y admiración por los mejores,
por los “aristós”, decían los griegos. La admiración es el sentimiento con el que
reconocemos la grandeza. Una sociedad que no admira, o que admira mal, es decir, a
personas que no lo merecen, sufre un encanallamiento que empequeñece su vida.
Ésta es la vulgaridad que me preocupa.
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