Es otro de los cuadros que llamó mi atención de la exposición que fui a ver la semana pasada en la Fundación Mapfre en el Paseo de Recoletos sobre pintura impresionista.
Me llamó poderosamente la atención la fuerte sensación cinestésica que produce su contemplación, parece como si uno estuviera realmente contemplando la escena tal y como la contemplara el pintor, al natural, en el mismo puerto, al borde del agua, bajo esa luz irisada y multicolor.
En este cuadro huele a mar, a salitre, y se puede sentir la brisa fresca de la mañana sobre la cara.
Queda en suspenso el pensamiento ante esta imagen que cautiva tan poderosamente nuestra atención que nos priva de cualquier pensamiento o consideración, sólo percibimos el placer por la belleza de la escena, y nos quedamos en estado meditativo, con la mente en blanco, sin pensamientos, tal y como recomiendan los grandes maestros de la meditación.
Tuve que contemplar el cuadro desde la distancia, aparte de por su gran formato porque justo debajo había un grupo de niños sentados en el suelo a los que una guía del museo les estaba sugiriendo, preguntando, explicando, la pintura.
Los niños se iban levantando y señalando los colores por los que les preguntaba la monitora, los niños y el arte son totalmente compatibles, sobre todo con este tipo de arte tan originariamente infantil en tanto en cuanto está compuesto de impresiones primarias sin elaborar, espontáneas.
Me sonreía oyendo las explicaciones de los niños a las preguntas de la monitora, barcos, colores, agua, nubes, cielo, nada más, no es necesario nada más, es el placer de la contemplación de lo artístico, lo bello, lo sugerente, la sensación de placer que la belleza nos brinda a través de los sentidos.
el paseante
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