lunes, 26 de septiembre de 2011

El paseante entra en el otoño por fin.







Me pregunto si seré feliz este otoño. Me están esperando las hojas de los árboles que cambiarán de color, el viento frío del norte que acabará por llegar, la estufa que nos calentará al atardecer en la sala silenciosa, apenas iluminada por el último rayo de sol.

Me esperan los ojos de mi perro cuando llego a casa al atardecer y sale a recibirme cruzando el jardín ya umbrío, y su mirada que me pide amor.

Como cada otoño me esperará el olor a pan recién hecho de la tahona, y su larga chimenea que parece rascar el algodón de las nubes.

Me esperan las campanas de la iglesia los domingos, y los carros que regresan de las huertas cargados de la cosecha.

La vendimia, y ese requesón curado tan rico que hace el cabrero, el balido de las ovejas cuando el rebaño corona la loma del pueblo, y el perro del pastor, lanudo y revoltoso como una oveja cualquiera.

Me esperan mis amigos si quieren verme, esto es algo que no siempre sucede...

Y mi familia, mis padres, mis hermanos, mis tíos, mis sobrinos.

Me esperan todos a la luz de la chimenea al anochecer para contarme alguna historia mitad verdad mitad imaginada.

Y ya no me espera mi abuela como cuando era niño para arroparme al acostarme y enseñarme a rezar.

Ahora rezo yo por ella.

Me esperan las nubes.

La lluvia.

El sol débil del otoño con su luz apagada.

Las rosas que florecen más bellas aún en otoño.

Todo esto me está esperando, lo sé.

Y el camino, claro, me espera también el camino, para recorrerlo solitario cada atardecer y ver según regreso en la lejanía la casa encendida, subida en lo alto de la colina como una atalaya.

Y cada noche me estaré esperando yo a mí mismo, diferente cada día, cuando cumplida la tarea me desnude de mí y quede reducido a nada en el sueño reparador que hasta que amanece el día me acoge en su dulce seno.

El paseante.
Septiembre 2011.

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