116 – Carballo tenía
una estrategia.
Carballo tenía una estrategia, meterse en el mundo gay,
buscar allí al moños, seguro que allí le encontraría, para ello Carballo urdió
un plan que incluía una falsa identidad y un disfraz, sería fácil dar con él, Carballo
se informaría bien a través de un confidente que tenía en los bajos fondos de
Chueca, la idea no dejaba de darle algo de miedo, no sabía qué se podría
encontrar en ese submundo, además buscar ahí un asesino era doblemente
peligroso, y no solamente un asesino, sino su asesino, el asesino que pretendía
matarle, el próximo viernes por la noche empezaría la cacería del moños, eso
pensaba Carballo mientras cuando amaneció contemplaba tumbado aún en la cama
rodeado de su mascotas las vigas de madera de la buhardilla de la casa del
pueblo, en qué mundo tan diferente a ése en el que estaba ahora se iba a
internar, pero debía hacerlo si quería salir del atolladero en que se
encontraba de una vez por todas, no podía seguir viviendo con esa
incertidumbre, al otro lado del pasillo se oían los ronquidos de Bruttini que
llegaban desde la habitación de invitados, Carballo se separó de sus mascotas
que le mantenían inmóvil en un cariñoso abrazo y se fue a ver qué era del pobre
chico, se asomó y contempló como el gatito Cachemir había dormido con él,
abrazado a su pecho que subía y bajaba al ritmo regular de unos sonoros
ronquidos de hacían retumbar las vigas del techo y resonaban en el silencio de
la casa como si una bestia prehistórica estuviera durmiendo en su interior, tendría
Bruttini entre sus ancestros algún dinosaurio?, seguro que sí, aquellos
ronquidos no eran normales, pero al gatito parecían no afectarle lo más mínimo,
es más, parecían acunarle de lo tranquilamente dormido que se le veía, subiendo
y bajando sobre el pecho de Bruttini al ritmo cadencioso de su respiración que
de vez en cuando se paraba como si quisiera coger aún más fuerza para después
emitir un resoplido descomunal que hacía escurrirse al gatito para volverse a
subir después en sueños sobre la caja torácica de su amo, el gran Bruttini que
tenía pecho de tenor de ópera.
Carballo bajó a la cocina a desayunar, puso la cafetera en
el fuego y el pan en el tostador, sacó la mermelada y la mantequilla de la
nevera, un zumo de melocotón, algo de fruta, un kiwi, un plátano, uvas, y
comenzó a desayunar, de pronto sintió deseos de mezclar la fruta con un yogur y
así lo hizo, y además añadió algo de miel, qué a gusto se estaba en la paz del
pueblo, cualquier hecho cotidiano era allí un acontecimiento que ensanchaba el
alma, uno se alimentaba de aquel silencio, de aquella paz, de aquella
tranquilidad, era una pura delicia, se asomó por la ventana de la cocina para
ver el jardincillo, aún había nieve, debía de haber estado nevando durante toda
la noche, cantaba tímidamente algún pajarito, como si helado de frío esperara
pacientemente entonando su trino la llegada de la mañana y del sol, el cielo se
veía despejado y una luz radiante comenzaba a inundar todo llenando de colores
la penumbra de la noche que se retiraba obediente a los mandatos del día.
Qué pereza!, se dijo Carballo de nuevo, la investigación iba
a ser dura, una vez terminó de desayunar se sentó delante del ordenador y abrió
la cuarta parte de la verdadera historia de Cony y Brown para leerla mientras
los demás se despertaban:
4 - El
superjefe llevaba botines rojos con hebillas.
El superjefe llevaba
botines rojos con hebillas, resultaba extraño ver esos botines tan estridentes
contrastando con su indumentaria un tanto gris, con su aspecto un tanto gris,
con su personalidad un tanto gris, en un hombre tan gris aquellos botines
hacían pensar que bajo esa apariencia de normalidad algo no iba bien, daba la
impresión de que podía ser uno de esos que un buen día coge una metralleta y
acaba matando a todos los que tiene alrededor, tal vez los botines eran un
resto de sus noches locas, pensaba uno si tal vez por las noches se convertía
en alguien diferente, como si concentrara de noche todas las infracciones a las
normas que de día era incapaz de hacer alguien como él adicto al control y al
autocontrol, todo debía ser una comedia también, un juego, una imagen irreal,
¿qué habría detrás?, nadie lo llegaría a averiguar nunca seguramente.
A Brown esos botines
no se le iban de la cabeza, había algo que no casaba, pensaba, y eso le
alarmaba, cuando veía al gran jefe, en contadas ocasiones, hacía por no mirar
los botines, le parecía descortés el hacerlo, como si violara la intimidad
última del gran jefe, pero aunque intentara no verlos los veía de reojo,
aquellas dos manchas rojas flotaban en torno a su mirada que disciplinadamente
no se separaba de los ojos del gran jefe, que era agradable en apariencia,
tranquilo en apariencia, trabajador en apariencia, severo en apariencia,
dialogante en apariencia, competente en apariencia…
Brown tenía, pese a
todas sus sospechas, un buen concepto del gran jefe, en una empresa tan
complicada, con una gente tan rara, acostumbrada a hacer de siempre lo que le
daba la gana, él cuando llegó puso orden con mano firme, o mejor decir mano
dura, era inflexible, muy rígido, muy reglamentista, inamovible en sus
decisiones que con frecuencia eran consideradas draconianas, y lo eran con
arreglo a la cultura imperante en la empresa, pero no debían de serlo tanto
para él, para su mentalidad, lo cual hizo que pronto la empresa se amoldara a
su mentalidad como un guante y que todo marchara como un reloj, sin sobresaltos,
sorpresas, complicaciones.
Hasta donde Brown
sabía el gran jefe era eminentemente práctico, poco o nada influenciable y muy
cabezón, era además difícil engañarle, eso fue bueno para Brown, el gran jefe
enseguida supo que Brown era de fiar dijeran lo que dijeran de él y decidió
apoyarle al menos por un tiempo. Y eso Brown no lo olvidaba aunque guardaba un
regusto amargo de los momentos finales antes de que se marchara de la empresa,
ahí estuvo cruel, pero el gran jefe era así para lo bueno y para lo malo, era
como una máquina, frío, implacable, inescrutable.
Brown siempre pensó
que si se hubieran conocido en otras circunstancias se hubieran llevado bien,
hubieran podido incluso llegar a ser amigos.
Pero aquellos botines
rojos preocuparon siempre demasiado a Brown, sin darse cuenta que era
precisamente lo que les unía a ambos, ese mundo oculto en el cual se
encontraban y eran afines, ahí es donde conectaban y se sentían seguros el uno
con el otro, se caían las vendas y no tenía sentido cualquier cosa que dijeran
de ellos. Brown siempre pensó que ese mundo oculto del gran jefe no era sino
una bondad reprimida, una bondad con la cual el gran jefe sabía que no se podía
ir a ninguna parte.
Brown desde Vancouver
(continuará)
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