El largo viaje del
día hacia la noche
Lo primero que llama poderosamente la atención es la fuerza
dramática del texto que es como un vendaval de sentimientos y emociones a flor
de piel, los actores deambulan sobre el escenario arrastrados por esa fuerza incontenible
de la acción dramática que se desborda continuamente, se precipita de una
escena a la siguiente con una energía muy poderosa que recuerda al teatro
griego sobre todo por el tema de fondo de la obra, el destino, inspirado
igualmente en Shakespeare al que se cita en alguna ocasión de manera expresa
por parte personaje del padre, actor de teatro.
En cualquier caso una imagen vale más que mil palabras,
basta ver la escena del hijo abrazando desesperadamente a la madre, intentando
salvarse del naufragio al que están condenados los cuatro personajes
irremisiblemente, pero por qué?, me pregunto, el destino?, puede uno luchar
contra su destino?, es dueño uno realmente de su destino o está escrito en las
estrellas? En un momento de la obra este dilema existencial eterno se plantea
de manera explicita, tal vez queriendo que sea el espectador el que trate de
llegar a alguna conclusión extrapolando lo que sucede en escena a su propia
vida.
Uno se siente concernido por el drama que tiene lugar sobre
el escenario, por lo que ahí se cuenta y la representación en gran medida
comienza a tener lugar dentro de uno mismo al recordar lo que ha sido su vida y
cómo las circunstancias le han ido arrastrando hasta donde ahora se encuentra
sin poder salir, sin poder escapar, pero tal vez uno tuvo en algún momento
capacidad de haber podido variar el rumbo y haber llegado a un puerto
diferente, la conclusión es que precisamente enderezando el rumbo y tratando de
llegar a un puerto diferente es por lo que hemos llegado al puerto en el que
nos encontramos, luego el poder de las circunstancias nos arrastra realmente,
el viento del destino es el que va dirigiendo nuestra nave mientras nosotros
creemos que manejando sólo el timón conseguiremos la felicidad.
La felicidad como meta siempre, en sus múltiples variantes,
en sus incesantes facetas, esa felicidad que tan pronto creemos haberla
conseguido se nos escapa de las manos como el agua y ya no vuelve más,
quedándonos sólo el recuerdo de esos instantes en los que nos sentimos realmente
dichosos.
No podemos quedarnos cautivos del pasado, eso parece
decirnos O’Neill a través de la obra, debemos evolucionar, aunque perdamos
antiguas ilusiones es necesario encontrar otras nuevas, eso parece querer
decirnos el autor, o más bien insinuárnoslo de forma sutil, casi inaudible,
como si nos lo susurrara al oído de manera imperceptible y fuéramos nosotros
los que tuviéramos que terminar la representación dentro de nuestra cabeza,
dentro de nuestra vida, para intentar vivir mejor y de una manera más plena,
como personajes del teatro del mundo.
El paseante
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