54 – Bruttini’s
end
Brutti, Brutti, hijo mío, oía Bruttini una voz cada vez más
nítida que le hablaba al oído, una voz amorosa como la de su madre pero que no
era la de su madre aunque le resultaba entre su soñolencia igualmente familiar,
Brutti, Brutti, hijo mío, y sin apenas consciencia Bruttini creyó oír la voz de
su padre que le hablara desde el más allá, Brutti, Brutti, hijo mío, por un
instante imaginó que era la voz de Dios, que eran todas las voces juntas, que
era la voz de la vida, del mundo, que venía a despedirse de él en ese momento
final de su vida y apenas pudo vislumbrar un gran resplandor, el de un nuevo
amanecer, el amanecer de un nuevo día en el que el no viviría más, ni ese día
ni los siguientes, eso pensó, ni ese día ni ya nunca más, y toda su vida desfiló
como en una moviola de cine y fue proyectando a los ojos de su memoria todos
esos momentos de rutilante felicidad, de intensa dicha, de emocionante vida,
que había vivido aún sin ser consciente de ellos cuando los había vivido, y entonces
una lágrima resbaló sobre su mejilla, una lágrima en la que se condensaba todo
el mundo que se le iba para siempre sin él poder apresarlo en ese momento
último, en el que lleno de añoranza imaginaba que todo había sido poco más que
un sueño como todo en realidad había sido, y su alma se elevó en un éxtasis
final por encima de los tejados de Madrid y parecía colgar suspendida de la
intensa luz de sol del amanecer, entonces contempló la ciudad desde arriba,
todas sus avenidas, sus estrechas callejuelas, sus plazas, su tráfico, sus
viandantes que ajetreados comenzaban la jornada allá abajo, en el reino de los
vivos, y entonces sonrió para sí feliz de dicha sin saber por qué y una
felicidad eterna le traspasó como una lanza que en lugar de matarle le resucitara,
y entonces, sólo entonces, en ese preciso instante miró hacia abajo y fijó la
vista en el tejado de su humilde buhardilla que colgaba sobre la plaza de
Chueca, y fijándose más miró con los ojos de la ensoñación y vio un punto
negro, diminuto, que a trompicones, resbalándose por las tejas del tejado y a
punto de tropezar y caer al vacío, lograba al fin de un decidido salto final colarse
por una de las ventanas de la buhardilla, y entonces Bruttini se dijo a sí
mismo: y ahora que me muero el gatito Cachemir vuelve junto a mí, y ahora
quedará solo, desprotegido, abandonado de nuevo, y en ese preciso instante,
justo en ese momento final, Bruttini volvió a la vida dando un profundo
estertor, un profundo quejido y comprobó que la opresión y el dolor del pecho
no era sino el gato que dormía plácidamente sobre él, y que las agudas punzadas
síntoma de un infarto no eran sino las garras de Cachemir que se agarraban al
pecho de su amo queriéndolo rescatar a la vida, retenerlo junto a sí en un
eterno abrazo de amor.
(continuará)
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