56 – Carballo amaba
el mar
Carballo amaba el mar, y el verano, y la playa, Carballo
amaba Grecia, amaba Italia, amaba España, Carballo amaba el mediterráneo y sus
civilizaciones, pensaba que eran el origen de todo el mundo civilizado, el
origen del arte, la cultura, la organización política, Carballo amaba Europa,
su conocimiento, su educación, su desarrollo, pensaba que sin Europa el mundo
sería poca cosa, pero pensaba también que Europa en parte era asiática por
influencia y americana también, creía firmemente que sólo desde la mentalidad
abierta de un europeo podía comprenderse todo y tener una visión global de la
vida, del mundo, del espíritu y de Dios, era Carballo un tanto centrípeto, todo
lo quería para sí, lo veía desde sí, lo comprendía desde sí, había viajado
algo, y había pensado, se había dejado sorprender y se había sorprendido
realmente, y luego había vuelto, había regresado siempre a su pequeña patria, a
su ciudad, a Madrid, que era para él su Ítaca, recordaba siempre el poema de
Kavafis y el sol, el sol del atardecer en las islas griegas y cómo ilumina
candente, como si fuera el filamento de una bombilla que se va apagando toda la
extensión del mar y los acantilados de las islas, dando al conjunto un aspecto
de eternidad, de inmortalidad, de intemporalidad, Carballo pensaba entonces que
el hombre era algo pasajero sobre la tierra, algo así como una epidemia de
gripe, como si fuera un virus o una bacteria, que acabaría pasando sin dejar
rastro alguno que perdurara, ni recuerdo en nadie porque sólo él, sólo el
hombre, tenía la capacidad del recuerdo, y si pudiera dejar algún recuerdo
dejaría sólo el recuerdo de la destrucción y la muerte, al igual que cualquier
otra epidemia, tal vez esto era un tanto pesimista, eso pensaba Carballo, un
tanto catastrofista, y entonces en ocasiones Carballo también pensaba en la
belleza, en toda la belleza que ese mismo hombre había sido capaz de crear, y
en la comprensión, en la civilización, en el amor, y entonces Carballo volvía a
acordarse de Grecia, del origen, siempre de Grecia, y se sentía sin saber bien
por qué feliz y eterno, como si bastara Grecia, bastara el sol de cualquier
atardecer, bastara el mar, bastara cualquier playa, cualquier Ítaca a la que
poder volver, para sentir una rara felicidad que nunca acababa de apagarse en
el corazón, y en la cual se refugiaba como un último rescoldo de cariño, de
ternura, de amor, que el mundo, la vida, el hombre, le entregara, y entonces
finalmente pensaba que todo tenía un origen preciso, un hombre en concreto, un
pensamiento, un filósofo, Platón, y detrás de él veía a Dios, y delante de él a
Jesucristo, y entonces todo volvía a tener sentido, y él, Carballo, volvía a
ser feliz, siquiera fuera durante un momento más, eso sí, un momento que
parecía eterno, que iba a durar por siempre en su corazón, en ese corazón que
su madre llenó cuando era pequeño de ternura y de bondad, ese corazón que no
cesaba de latir con emoción aún infantil cada día.
Carballo, era, en definitiva, un romántico, un terrible
romántico, y ésa era su última energía, gracias a la cual seguía aún vivo, pese
a los desengaños, los sinsabores, la incomprensión y la violencia del mundo y
de esa epidemia que lo dominaba llamada hombre.
(continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario