HISTORIA DE UNA CAMISETA
"Esencia"
Por Nerea
No es que no sepa lo que soy pero
creo que tengo un problema, y es que, a fuerza de haber vivido con humanos he
acabado adquiriendo la cualidad de pensar. Y no me quejo, porque sin duda este
extraño suceso ha hecho que mi existencia sea más interesante, pero a veces
creo que todo hubiera sido más fácil si me hubiera limitado a ser como las
demás: una simple camiseta. Pero no. No sé por qué razón ha tenido que llegar
el raciocinio a mis entretelas… ¡con lo a gusto que estaba sin comerme la
cabeza, bueno, el cuello! En fin.
Ustedes se preguntarán a qué
viene todo esto. Pues resulta que me hago vieja y, con la madurez, una echa la
vista atrás y le entran unas ganas inmensas de soltar por la boca que no tengo,
toda la historia de mi vida. Aunque sólo sea para que quede constancia de que
he pasado – y revolcado – por esta tierra.
Me presentaré. No tengo nombre,
por supuesto, (tengo paralelismos con los humanos, pero no llego a tanto)
aunque sí puedo describirme de manera que me reconozcan. Soy una camiseta
blanca, de algodón y de manga corta. No soy muy original, dirán ustedes; y así
fue al inicio cuando en nada me distinguía de las miles de camisetas como yo
que se venden en todo el mundo. Pero eso pasa con todo lo que nace: que está en
blanco, indefinido, irresoluto. Sólo con el tiempo y la experiencia va
surgiendo la forma, apareciendo el carácter. Hasta que te haces inconfundible y
único dentro de la especie a la perteneces. En mi caso, el género de las
camisetas.
Pues así estaba, en blanco, el
día que Magdalena decidió cogerme por la percha y pagar por mí el precio que
rezaba en la etiqueta, pero que en nada se ajusta a lo que valgo en realidad.
Tengo que matizar que aunque nacemos vírgenes, sin prejuicios, abiertos a todo,
no todos tenemos las mismas oportunidades. Por suerte o por desgracia hay
ciertas circunstancias que condicionarán la vida que tengamos. Yo, una camiseta
de talla media, unisex, expuesta en un supermercado y, para colmo, rebajada,
tenía todas las papeletas para acabar en una familia de clase media; pero no
media de tipo ejecutivo, sino más bien media tirando a calcetín. Y digo esto
porque de todas las compañeras con las que compartía perchero y pasillo, yo era
la más barata.
Podrán imaginar que mis
predicciones resultaron certeras, pues Magdalena, que así se llamaba la madre
de mi primera dueña, tenía tres hijos y era esposa del propietario de una
pequeña frutería, así que debía controlar muy bien en qué se gastaba cada
céntimo. Y no es que me queje de la vida que he tenido, intensa y apasionante
como pocas, pero no ha sido fácil exactamente y eso ha hecho que, a veces, por
mi natural soñador, me pregunte qué habría sido de mí si hubiera sido una
camiseta de marca y me hubiera vestido una niña rica.
Pero en aquel momento yo
acababa de salir de la fábrica y sabía poco del mundo, por lo que no tenía
grandes aspiraciones. Así que el hecho de que alguien me hubiera escogido entre
las demás, mucho más atractivas que yo, provocó en mí una emoción genuina.
Todavía recuerdo el trayecto
hasta mi nueva casa. La cajera había tenido la deferencia de doblarme
cuidadosamente y colocarme en una bolsa aparte, separada del resto de la compra
para no ensuciarme. Esa intimidad me permitió aislarme de la animada
conversación que mantenían los detergentes, piezas de charcutería y demás
artículos consumibles. Necesitaba un poco de tranquilidad para acostumbrarme a
la idea de que por fin iba a pertenecer a alguien.
-
¡Mira
lo que te he traído! –dijo entusiasmada Magdalena cuando llegó a casa-.
Alba, la mayor de los tres hermanos, miró
expectante a su madre con un brillo especial en los ojos. El brillo
inconfundible que confieren las sorpresas.
-
¿Qué
es? –preguntó impaciente-.
Entonces, Magdalena me cogió por los
hombros y me entregó a mi nueva amiga. Como las camisetas sólo vemos de frente,
hasta que Alba no me elevó un poco no pude verle los ojos, pero hubiera
preferido no verlos porque estaban llenos de decepción.
-
¡Qué
simple es, mamá! –reprochó enfurruñada-.
Alba entonces sólo tenía once años pero
obviamente empezaba a despuntar con fuerza su coquetería, aunque aún resultaba
joven para apreciar el esfuerzo económico que había hecho su madre.
-
Venga,
hija. Pruébatela. Que es cien por cien algodón y vas a estar muy cómoda y
fresquita este verano.
Una camiseta de invierno se habría
encerrado en sí misma ante el rechazo de Alba, y una sintética tal vez le
habría dado alergia. Pero, como bien había apuntado Magdalena, yo era una camiseta
de verano, de algodón entero y verdadero y positiva como el sol. Así que sabía
que tenía una buena baza para convencer a Alba si aceptaba probarme, porque me
adaptaría a ella como un guante –y eso que no me gusta compararme con los de
esa calaña-.
Tal
y como sospeché no me costó convertirme en una de sus prendas preferidas; y yo
también me sentía bien con ella porque, como niña presumida que era, trataba de
mantenerme limpia. Lo que no me gustaba eran las manchas de desodorante que
comenzaron a aparecerme en las axilas cuando Alba empezó a utilizarlo, ya que
eso suponía dejarme en remojo una noche, acentuando así el suplicio que ya
suponía para mí el mero hecho de lavarme.
Y
no es que no me gustara ir de punta en blanco, no señor, lo que pasa es que la
lavadora resultaba una pesadilla para mí. Ustedes no saben lo que es eso. No es
sólo el hecho de estar tres cuartos de hora, como mínimo, dando vueltas medio
ahogada en un espacio circular reducidísimo hasta que pierdes la orientación;
es que además tienes que compartir ese espacio con otras prendas que no se
limitan a pegarse a ti como una lapa sin haberles dado permiso para hacerlo,
sino que a veces osan colarse por tus mangas o tu cuello, como esos
escurridizos y pícaros calcetines a los que ya tengo calados. Es como una orgía a lo
grande en la que oyes todo tipo de comentarios. Como aquella vez que un
pantalón se quejó de que el suavizante le impregnaba de un aroma demasiado
femenino para un macho vaquero como él.
Secarme
me gustaba más, aunque ello supusiera estar bastante rato cogida con unas
pinzas y con los hilos bajándome a la cabeza. Pero sentir el sol traspasando
mis tejidos mientras el aire me hinchaba como a un globo, hacía que me sintiera
libre. Libertad. Cada vez necesitaba más notar esa sensación. Los primeros años
estuve muy bien con Alba y pensé que siempre querría estar con ella, pero a
medida que iba creciendo yo iba quedándole pequeña. Su pecho comenzó a asomar y
aunque yo trataba de adaptarme, una tiene sus límites y su personalidad –no
como esas camisetas de licra que dibujan indecentemente cada línea corporal-,
así que llegó el punto en el que cambiaba de dueño o reventaba.
Fue
entonces cuando pasé a formar parte del vestuario de Quique, el segundo de los
hijos. Al principio nos costó aceptarnos mutuamente, principalmente porque yo
aún recordaba las formas de Alba y eso a Quique no le gustaba mucho. Pero en
cuanto adopté la silueta de su infantil pero bien formado torso, ya no me
quitaba de encima.
En
mi vida había estado más sudada. A Quique le gustaba jugar al fútbol y, no sé
por qué, debió de ver en mí a una buena compañera de batalla; tan buena, que
quería que le acompañara en todos los frentes. Recuerdo la primera vez que tuve
un flechazo, bueno, en realidad lo tuvimos los dos. Y es en esos momentos
cuando agradeces ser la camiseta de un don juan, porque al cabo de un rato
tenía al objeto de mi deseo a menos de un centímetro de mi algodón.
Cuando
iba con Alba yo pensaba que me gustaban los chicos, pero al ver esa camiseta de
tirantes, de color azul cielo, con unas letras curvas que decían “lo que
necesitas es amor” y una flecha que señalaba hacia abajo, me di cuenta de que
era bisexual. El perfume embriagador que se filtraba a través de ella me atraía
como un imán, y supongo que la colonia que llevaba Quique también ayudó al
asunto porque al momento, los cuatro nos fundíamos en un beso, casto, pero beso
al fin y al cabo. Esa camiseta azul fue mi primer amor y me marcó tanto que
creo que aún llevo prendida alguna que otra purpurina de una de sus letras, la
cual no consigo quitarme por mucho que me lave.
Habría
seguido sudando encantada mucho más tiempo con Quique, si aquel fatal accidente
no hubiera adelantado nuestra separación. Sé que no fue su intención, pero un
día me dejó junto con la sudadera en el cesto de la ropa de color y Magdalena
nos metió en la lavadora, ajena a la tragedia que estaba a punto de producirse.
Yo
siempre he pensado que a todos se nos pega algo de aquellos con los que
interactuamos. Hay sujetos que desprenden un carisma al que no puedes escapar,
mientras que otros tienen menos personalidad y absorben todo aquello que les
entra por los sentidos, más aún cuanto más jóvenes son. Este último era mi
caso. Con pocos años y la inexperiencia de haberme mezclado con otros colores,
salvo por alguna que otra mancha ocasional, era seguro que de aquella lavadora
no iba a salir como entré. Y más teniendo en cuenta que aquel día una camiseta
roja, poderosa y vital como la sangre de la que había copiado su color, se bañaba
por primera vez.
Cuando
a la mañana siguiente Quique preguntó por mí, su madre le dijo con tono
circunspecto:
-
Quique,
me temo que tu camiseta ha sufrido un pequeño percance…
Cuando Quique me vio, montó en cólera. Si
de adulto a veces cuesta dominar la ira, con trece años resulta aún más
difícil.
-
¡Pero
cómo ha podido pasar esto! ¡Pues no me la pienso poner más porque mis amigos se
reirían si me vieran con ella!
Y así fue como se acabó mi relación con
Quique. A partir de entonces pasé a manos de la pequeña de la casa, Lili, que
entonces tenía diez años pero el carácter de una de veinte, no en vano había
tenido dos buenos maestros. A Lili no le hizo mucha gracia tener que vestir,
por enésima vez, una prenda heredada de sus hermanos; pero el tono rosáceo que
había adquirido mi inmaculado algodón gracias a esa camiseta roja que me sacó
los colores, no le desagradaba del todo.
Lili
era la artista de la familia. Tal vez la necesidad de hacer suyas todas las
cosas que antes habían sido de otros –en ese afán por sentirnos distintos de
los demás-, hizo que su imaginación se desarrollara más que su cuerpo, delgado
e infantil durante más años de los naturales, y que yo no me librara de sus
experimentos creativos.
El
día que se le ocurrió llevarme a un sitio de esos donde ponen en una camiseta
la foto que quieras, no sólo dibujó mi espalda, sino que me imprimió carácter.
Ya no era una camiseta cualquiera; ahora tenía un sentido.
La imagen representaba una
playa con un hombre solitario vestido de blanco y mirando al mar. Pero si
hermoso era el paisaje, más hermosa era la frase que evocaba y que decía así:
“Después de todo, lo que queda es la esencia”.
-
Después
de todo…lo que queda es la esencia –repetí para mí-.
No sé el tiempo que estuve embelesada
observando la foto y releyendo el mensaje, sólo sé que desde entonces tengo la
facultad de pensar.
Descubrir
cuál era mi esencia se convirtió en mi obsesión, pero no sería hasta años más
tarde cuando conocería la respuesta a mi pregunta. Mientras tanto, mi vida con
Lili transcurría feliz. Me gustaba ir con ella porque las camisetas de sus
amigas eran muy divertidas y pasábamos ratos francamente buenos. Pero el tiempo
pasó y Lili se convirtió en una mujercita inteligente y solidaria; generosa
hasta tal punto que cuando ya no pude abarcar su cuerpo, ella decidió, con
lágrimas en los ojos, entregarme a una ONG para que alguna niña o niño
desfavorecido pudiera vestirse conmigo.
Y
así fue como salí de España. Por primera vez me sentí sola, desprotegida, y sin
embargo no podía evitar embriagarme de la sensación de madurez e independencia
que provoca sumergirte en lo desconocido.
El
vuelo fue muy interesante ya que compartí petate con medicamentos caducados,
objetos de papelería y prendas de todo tipo, edad y condición; algunas en mejor
estado que otras, pero todas ellas curtidas en mil batallas y mucha historia
que contar; sello que caracteriza a toda prenda de segunda o tercera mano que
se precie.
Lo
primero que vi cuando llegué a mi destino, fueron unos ojos brillantes que se
asomaban curiosos al borde del petate, seguidos de una amplia y agradecida
sonrisa como hacía tiempo que no veía. Esos rasgos pertenecían al que sería mi
último dueño: Nazario. Un niño guatemalteco de doce años que vivía en una
pequeña aldea de la selva tropical y que gozaba corriendo descalzo entre las
tierras de maíz y frijol.
De
entre todas las sensaciones que allí experimenté, una que nunca olvidaré porque
había soñado con ella muchas veces, fue la que sentí la primera vez que la
madre de Nazario me lavó a mano, sobre una pila al aire libre y con jabón
casero, para extenderme después sobre la hierba fresca a secarme al sol.
Indescriptible.
Ahora,
pasados los años, con varios agujeros y la tela mucho más transparente que
cuando nací, puedo decir que descubrí cuál es mi esencia: la misma palabra
“esencia”. Ella ha sido el único elemento de la foto que ha sobrevivido a
incontables lavados y remiendos; lo que casi siempre han visto los demás
–cuando se han situado en el ángulo correcto-, y raras veces he visto yo
–cuando me han puesto del revés y he mirado en mi interior-; esa última hoja
que se resiste a caer para no dejar desnudo al árbol. Lo último que queda
cuando ha pasado todo.
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