lunes, 28 de mayo de 2012

El dolor y la muerte.

Deslumbrante y lúcido paseo de Haneke por el dolor y la muerte

Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, en un fotograma de 'Amour'. Jean Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, en un fotograma de 'Amour'.
-Es bonita.
-¿El qué?
-La vida. Es tan larga.
Emmanuelle Riva (genial actiz) hojea un álbum de fotos antiguas. A su lado, Jean Louis Trintignant (genial actor) acaba el almuerzo. Ella extrae de los cajones de su memoria lo que quizá un día dejó. Algunos recuerdos han desaparecido, otros se han transformado y los últimos aún permanecen intactos desde el día que se colocaron con cuidado en el fondo. Sea como sea, lo que sigue inmutable son las cajas como el espacio y recuerdo de lo vivido; como la constancia de una vida que, de repente, se desvanece en un ridículo ritual de sufrimiento y pañales sucios. Probablemente una vida digna merece una muerte a su altura.
Y entre tanto lirismo de saldo, la cámara se mantiene firme en una conversación de tres líneas. No hay más. Ni un gramo de retórica. No hace falta. Michael Haneke vuelve a sorprender en 'Amour' con una de esas películas condenadas a quedarse tatuada en la retina. En un piso de París, una pareja de ancianos se enfrenta a todo lo que acompaña a la vejez. Que no es exactamente la férrea constancia de la muerte, sino, tal vez, la humillación de la pérdida.
De nuevo, la estrategia del director consiste en presentar cada acción de frente, sin trampas, sin excusas, sin dejar que el espectador se acomode un sólo segundo en la impostura del melodrama; en la impudicia de la lágrima. Y, pese a ello, pese a la aparente frialdad, cada segundo de metraje conmueve. Conmociona y arrasa.
Cuenta Haneke que está contento de haber rodado una película "simple". "Nunca escribo para probar nada", continúa. "Simplemente, cuando se llega a cierta edad, es inevitable tener una experiencia cercana del sufrimiento. Eso es lo que quería mostrar. Y para ello, me bastaba una habitación. Estamos cansados de ver hospitales". Y eso es la cinta: dos ancianos solos en la inmesidad de su soledad. Pero soledad compartida. Basta.
El cine de Haneke, de hecho, vive dedicado a rastrear el delicado mecanismo del horror cotidiano por próximo. La fauna que habita sus películas son seres aquejados de una rara y muy común enfermedad: la cercanía, la normalidad. De hecho, cada uno de sus trabajos obedece a una extraña ceremonia de identificación: la mimetización del espectador con lo que ocurre en la pantalla. Perturba, porque la víctima siempre está demasiado cerca.
Pero no sólo eso, desde 'Funny games' a 'La cinta blanca' pasando por 'El séptimo continente', 'Caché' o 'El vídeo de Benny', cada película se ofrece como una perfecta disección de todo aquello que nos hace vulnerables y, por tanto, humanos. Y ello sin permitirse una sola concesión a los gestos aprendidos o los recursos de tramoyista. Nunca, para entendernos, el espectador es tratado de idiota.

Dignidad

Así ocurre de la misma manera en este pieza, entre la bomba de relojería y el reloj de precisión, llamada 'Amour' (que es como los franceses llaman al amor, que no al queso). El espectador es colocado frente a un espejo. Y allí, la carne vive el castigo de la decrepitud con una proximidad lacerante de miradas perdidas. El cuerpo de Emmanuelle Riva se deteriora y con él, la dignidad de una vida entera.
La de cualquiera. Una vida quizá bonita, quizá larga.
La cámara del director se mantiene, pudorosa y desafiante, a la altura de los ojos para dejar que sea la mirada (la del espectador y la del actor) la que escriba su propia historia. No hay drama. El drama mancha de cosas tan pringosas como las excusas; las excusas para emocionarse. La emoción, la de verdad, surge desnuda en cada fotograma esculpido con una simétrica perfección.
Decir que la película trata de la muerte sería reducirla a la última línea. Afirmar que trata 'el espinoso asunto' (como dicen en el telediario) de la eutanasia se antoja de una simplicidad que asusta. Para ser justos, 'Amour' sólo habla de una cosa: de la vida (larga y bonita) y, de su mano, de la dignidad que debería presidir su fin, la muerte. Todo resulta tan contundente, tan brutal, tan limpio, que duele. El cine de Haneke duele. Y es de esa sensación, de la del dolor, de la que extrae la constancia de su actualidad. Duele lo que importa.
Desde 'Funny games' en 1997, hasta siete películas del austriaco han pasado por la sección oficial de Cannes. 'La pianista' hizo a Isabelle Huppert merecedora del premio a la mejor actriz y 'La cinta blanca' obtuvo, por fin, la Palma de Oro. 'Amour' debería estar en el palmarés. Y lo estará.
Por lo demás, y a modo de contrapunto, la sección oficial quiso que Thomas Vinterberg (el autor de la celebrada 'Celebración') se estrellara con 'The hunt' (La caza). La idea es rastrear los mecanismos perversos de una comunidad que decide estigmatizar, castigar y odiar a un hombre inocente, falsamente acusado de abusar de menores. Lo que sigue es un disparate cerca del simple telefilme sin rumbo y tan plagado de lugares comunes que, por motivos bien distintos a los de Haneke, asusta. La torpeza también duele.
Al final quedaba la emoción; la emoción de una conversación de tres líneas; tres líneas en las que cabe el mundo.

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