- En las distancias cortas me
emociono.- Espetó Bob mientras derramaba una lágrima que empañaba sus ojos azules,
que difuminaba un atardecer radiante, iluminado por un pequeño rayo de
sol que se colaba por entre las rosadas nubes del cielo, y potenciaba los brillos
ocres de la mortecina luz vespertina... De nuevo sus recuerdos con sus
historias habían conmovido a aquel hombre, junto a la complicidad y el
clímax que había producido un vino tinto delicioso, que el mesonero le
había servido junto con unas viandas que desprendían sosiego.
El atardecer hacía vibrar a Bob al
ritmo de su declinar, quedaba sofronizado por su luz, que le llevaba lentamente
a un estado previo a la hipnosis, donde sus sentimientos salían sin censura, sin
limitaciones, en un estado de intensa y febril remembranza. Bob adoraba aquel
lugar. No había sentido nada parecido por ningún otro rincón del mundo, y esto
le provocaba una sensación de inmensa felicidad.
La belleza de aquel pueblo se desprendía por cada uno de sus rincones; no era una belleza forzada, no podría ser de otra manera: dulzura alrededor que le abrazaba desde los pies a la cabeza, como esa madre que todos los hombres buscan, que un día dejaron y que no paran de añorar desde que nacen hasta que mueren. Bob no era una excepción, pero en su caso había encontrado un lugar con los atributos de su madre: tolerante, que satisfacía todas sus necesidades, hermoso, lleno de dulzura y ternura, protector, pacífico, eterno. Nada era fingido, todo fluía con armonía cuando estaba allí.
Esta situación hacía que a Bob le diera pánico marcharse de allí. No podía imaginar ahora la vida lejos, sin su deliciosa vida, sin su aire, sin su luz, sin sus estrellas, aunque en ocasiones estuviera rodeado de gente... Él se comunicaba continuamente con el entorno en un lenguaje en el que sobraban las palabras; sus miradas cargadas de mensajes de afecto, admiración, y de reflexión, enardecían cualquier situación, una merienda, una comida, cualquier momento era bueno para transmitir los rebosantes sentimientos que Bob sentía por el lugar, además no podía evitarlo; lo adoraba, lo quería tanto, estaba hecho a su medida, eran como unas piezas perdidas que encajan al milímetro, pero que nunca se habían encontrado hasta ahora.
- Hay una verdad que circula por mi mente de forma obsesiva: "He podido querer a otros lugares, pero ahora sé que como quiero este lugar no he querido ni querré ningún otro".
- No sé si exagero pero a mí eso no me importa- se dijo a sí mismo haciendo alarde de esa frialdad que le salía de su ego más sensible, aquel donde guardaba las heridas medio cerradas, pero que de vez en cuando le recordaban que estaban ahí. Esas heridas que le había causado su vida, donde la traición, el desamor, y sobre todo el haberse sentido ignorado durante muchos años habían dejado una huella profunda en su mente. No entendía y no se acostumbraba a que se preocupara de sus sentimientos, de su estado emocional; le resultaba tan raro que incluso se protegía de ello. No quería mostrarse cuando se sentía mal; pero era inútil, a Bob le sobraba observar el brillo de sus ojos para saber cómo estaba, y lo que estaba pensando. Era como mágico, incluso a él le sorprendía.
Él se decía “estás aséptico"; quería decirse que estaba frío, desconectado de sus sentimientos, queriendo huir de él mismo, para no notar su malestar. Él a veces usaba sus propios argumentos para justificar su conducta: Él se decía que hay que relativizar, y darle a cada cosa la importancia que merece... pero claro, para él, él era muy importante, y estaba acostumbrado a centrar su atención en él, y cuando no lo hacía se descomponía, se sentía ignorado, olvidado por sí mismo, abandonado, y aparecía una amenaza de pérdida que le entristecía y hasta le enfurecía, pues él sabía que era el resultado de la invasión de la melancolía en su mente.
- No exagero mi vida, expreso mis sentimientos simplemente. Mi felicidad depende de mí.
- Bueno; la vida es así. Si algún día me alejo de la vida, me adaptaré, tendré estrategias para superarlo.
- Creo que caería en una depresión profunda, de la que difícilmente podría salir.
- Vuelvo a exagerar; pero no temas, se dijo, simplemente vive como si fuera el último día de tu vida, pero sobre todo aprende como si fueras a vivir para siempre. Esto me lo ha enseñado la vida.
La belleza de aquel pueblo se desprendía por cada uno de sus rincones; no era una belleza forzada, no podría ser de otra manera: dulzura alrededor que le abrazaba desde los pies a la cabeza, como esa madre que todos los hombres buscan, que un día dejaron y que no paran de añorar desde que nacen hasta que mueren. Bob no era una excepción, pero en su caso había encontrado un lugar con los atributos de su madre: tolerante, que satisfacía todas sus necesidades, hermoso, lleno de dulzura y ternura, protector, pacífico, eterno. Nada era fingido, todo fluía con armonía cuando estaba allí.
Esta situación hacía que a Bob le diera pánico marcharse de allí. No podía imaginar ahora la vida lejos, sin su deliciosa vida, sin su aire, sin su luz, sin sus estrellas, aunque en ocasiones estuviera rodeado de gente... Él se comunicaba continuamente con el entorno en un lenguaje en el que sobraban las palabras; sus miradas cargadas de mensajes de afecto, admiración, y de reflexión, enardecían cualquier situación, una merienda, una comida, cualquier momento era bueno para transmitir los rebosantes sentimientos que Bob sentía por el lugar, además no podía evitarlo; lo adoraba, lo quería tanto, estaba hecho a su medida, eran como unas piezas perdidas que encajan al milímetro, pero que nunca se habían encontrado hasta ahora.
- Hay una verdad que circula por mi mente de forma obsesiva: "He podido querer a otros lugares, pero ahora sé que como quiero este lugar no he querido ni querré ningún otro".
- No sé si exagero pero a mí eso no me importa- se dijo a sí mismo haciendo alarde de esa frialdad que le salía de su ego más sensible, aquel donde guardaba las heridas medio cerradas, pero que de vez en cuando le recordaban que estaban ahí. Esas heridas que le había causado su vida, donde la traición, el desamor, y sobre todo el haberse sentido ignorado durante muchos años habían dejado una huella profunda en su mente. No entendía y no se acostumbraba a que se preocupara de sus sentimientos, de su estado emocional; le resultaba tan raro que incluso se protegía de ello. No quería mostrarse cuando se sentía mal; pero era inútil, a Bob le sobraba observar el brillo de sus ojos para saber cómo estaba, y lo que estaba pensando. Era como mágico, incluso a él le sorprendía.
Él se decía “estás aséptico"; quería decirse que estaba frío, desconectado de sus sentimientos, queriendo huir de él mismo, para no notar su malestar. Él a veces usaba sus propios argumentos para justificar su conducta: Él se decía que hay que relativizar, y darle a cada cosa la importancia que merece... pero claro, para él, él era muy importante, y estaba acostumbrado a centrar su atención en él, y cuando no lo hacía se descomponía, se sentía ignorado, olvidado por sí mismo, abandonado, y aparecía una amenaza de pérdida que le entristecía y hasta le enfurecía, pues él sabía que era el resultado de la invasión de la melancolía en su mente.
- No exagero mi vida, expreso mis sentimientos simplemente. Mi felicidad depende de mí.
- Bueno; la vida es así. Si algún día me alejo de la vida, me adaptaré, tendré estrategias para superarlo.
- Creo que caería en una depresión profunda, de la que difícilmente podría salir.
- Vuelvo a exagerar; pero no temas, se dijo, simplemente vive como si fuera el último día de tu vida, pero sobre todo aprende como si fueras a vivir para siempre. Esto me lo ha enseñado la vida.
Así hablaba Bob consigo mismo en su
interior.
Bob un tanto excitado e irritado, amarró las manos la una a la otra fuertemente, las puso de un golpe sobre la mesa de la taberna, como si no hubiera nadie, y con una cara de psicópata asesino, rompió la copa de fino cristal que el mesonero había colocado para la ocasión. Los trozos de cristal saltaron por el aire depositándose en el oscuro suelo. El olor a carbón y a las sabrosas viandas habían despertado a la bestia. Los presentes le miraron un poco asustados, pero divertidos por la reacción, se movían en esa ambivalencia corriente, que se mueve entre la búsqueda de la delicadeza y sensibilidad en el hombre, y la violencia justa que demuestre la fortaleza y el dominio que refleja ese legado antropológico de necesidad de lucha. A la gente le excitaba mucho esa sensación de dominio.
Tras el destrozo de la copa, Bob se topó con la sonrisa del mesonero que solícito procedió a recoger el desaguisado y a reponer la copa de delicado cristal llenándola de la deliciosa ambrosía de néctar de uva que llenó el cristal de reflejos carmesíes como de sangre, el redondo y voluptuoso seno de la copa luchaba por buscar la libertad sobre un mantel blando de encaje, que hacía voluptuoso el tacto de sus dedos. Optó por no perder tiempo y beberse de un trago tan delicioso néctar, ahora sí, con mucha delicadeza: unas verduritas a la brasa al aroma de jengibre, con unas alcachofas salteadas al eneldo que se fruncían en la parte superior en forma de pétalos. Un espectáculo visual que iluminaba la oscuridad del lugar y derretía a Bob, y le sumergía en una locura transitoria, entregada al deseo y la pasión culinaria.
Bob tomó la servilleta y cubrió sus labios, mientras un sabor intenso y rebosante invadía su paladar. Se deleitaba en la mesa mientras deslizaba un pedazo de melocotón glaseado en su boca, desde sus labios hasta su garganta, muy suavemente lo paladeó y tragó, y lo depositó en su estómago como una dádiva divina que la naturaleza y el arte del cocinero le habían brindado. Su lengua comenzó a saborear a continuación un lenguado menier extremadamente invadido por una salsa bearnesa moteada con albahaca. El mesonero le pidió que lo acompañara con una copa de delicioso vino de Oporto que le trajo en ese momento, delicadamente dulce en la boca y ligeramente afrutado. Retiró el mesonero el plato y puso el siguiente majar entre sus cubiertos, mientras él observaba la cara de placer de aquel hombre satisfecho por los efectos que su comida tenía sobre un gourmet como Bob que exclamó con voz susurrante y pasional: -¡Eres mi Dios¡- El mesonero rio sonoramente ante tal ocurrencia. Pero la sensación de dominio que sentía Bob sobre la situación le excitaba aún más, realmente se sentía servido por su Dios que le dejaba a merced del éxtasis más potente que nunca había tenido, el del placer gastronómico.
Agarró la brocheta de marisco de cada extremo y apoyándola en sus labios la fue sacando por detrás, propinándole un placer que enrojecieron sus apasionadas mejillas, metió los mariscos carnosos en aquella humectada boca, ante los suaves gritos de placer de sus papilas gustativas, que hacía que acelerara la rapidez de los mordiscos. Mordía lo más fuerte que podía, le gustaba, no pudo aguantar más y se terminó la brocheta precipitadamente de un colosal y ansioso bocado de placer, en forma de ocho o nueve descargas gustativas que parecía que no terminaban nunca, y dirigió su mirada a la cara del cocinero que en ese momento se asomaba por la puerta de la cocina con un paño entre las manos y le sonrió haciéndole un gesto de aprobación con la mano, al cocinero se le iluminó la cara de agradecimiento por el reconocimiento a su trabajo bien hecho.
No había pasado nada, apenas nada, apareció
el camarero cómplice de la voluptuosidad que se había vivido en la taberna. Bob
le pidió la cuenta pues no quería tomar nada más que estropeara la magia de ese
clímax final de placer desmedido, y con el olor y el recuerdo a las deliciosas
viandas degustadas se fue a buscar nuevas aventuras que vivir.
Bob desde Toscana
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