martes, 6 de diciembre de 2011

Vuelvo a casa al atardecer.



Regreso hasta mi casa y dejo atrás la ciudad, sus onduladas lomas llenas de edificios, sus calles llenas de tráfico lento, sus luces de neón, sus escaparates, sus antenas, sus guardias de la circulación, sus mendigos.
Regreso digo, peregrino de un mundo cada día diferente, cambiante, del mundo opresivo de la prisa, la exigencia, la competitividad.
Regreso a mi casa que es como una pequeña jaula que cuelga del cielo, llena de libros, de cuadros, de fotos, de recuerdos, restos de una vida, cúmulo de sentimientos, emociones, de pasado, igual que yo, la casa, ese caparazón que nos contiene como si fuéramos un caracol, la casa, que es como un envoltorio del alma, que la protege, la cuida, la preserva del mundo, del mal, del dolor.
Regreso a casa al atardecer paseando lentamente por entre las arboledas, subo a mi torre, cénit de mi vida, y contemplo caer la noche desde mi atalaya que enfrenta la ciudad y la conquista con la mirada.
La ciudad a lo lejos va encendiendo sus luces una a una, como un minueto lento, imprevisible, fugaz, tiembla en la lejanía toda una letanía de diminutas estrellas que refulgen en Madrid, que es como un cielo inverso, como un cielo reflejo del cielo.
Y a lo lejos, cerrando el escenario, como si del entarimado de un teatro se tratara, se ven las montañas, lejanas y solitarias, azules en el atardecer, mudas y olvidadas. Yo las contemplo con mi mirada, gigantes que pueblan la noche, que vigilan con celo de monstruo la ciudad que comienza a dormir.
Y luego todo se apaga, más tarde la ciudad desaparece, se va, y quedo yo en mi jaula, suspendido del cielo, como un astronauta perdido en cualquier galaxia, hasta que venga el amanecer a rescatarme, y comience un día más a iluminar la ciudad con su manto de suave luz, tenue despertar entre el rocío, la escarcha, el frío que viene de las lejanas cumbres, que vigilantes también despiertan.
Y entonces el canto de un pájaro, de un sólo pájaro, siempre el mismo cada mañana, viene a despertarme.
La ciudad, sí, la ciudad, siempre con todos sus caminos abiertos, con todo su amor, con todo su tiempo esperándome allá abajo, llamándome siempre aunque yo no quiera ir.
el paseante

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