viernes, 16 de diciembre de 2011

El camarero de la churrería escribe sobre el paseante.



Aún recuerdo la primera vez que entró en la churrería, el tiempo pareció detenerse.
El humo de la sartén se paró en el aire.
La radio dejó de sonar.
La gente dejó de hablar.
Los churros se me cayeron.
Fue como si entrara el Rey, o aún más, fue como si entrara Dios, el mismo Dios.
Quiero decir que no te deja indiferente.
Ver a alguien así en una churrería no es algo usual, no es corriente que entre alguien así, se pare delante de la barra, y te pida un chocolate con churros.
Desde el primer día nos hicimos amigos, nunca nadie me ha tratado tan bien en toda mi vida, ni mi propia novia, por primera vez me sentí importante, me sentí alguien valioso, me sentí un ser humano.
Me hablaba como si yo fuera una persona educada y culta como él, como si fuera alguien interesante, y lo mejor de todo, me escuchaba con atención y mostraba interés por lo que decía.
Era todo tan inusual que pensé que así captaría Jesucristo a sus discípulos, para mí, desde entonces, el paseante es el nuevo Mesías.
Me he enamorado de él. No soy gay, no me gustan los hombres, pero con él iría donde me dijera y haría cualquier cosa.
Eso sí, no hay peligro, su reino no es de este mundo, él es un pastor de almas, no de cuerpos.
Todos los días viene a desayunar a la churrería, yo espero ese momento en que soy feliz cada día, y cuando se va, comienzo a esperar su regreso al día siguiente.
Él da sentido a mi vida.
Quiero ser como él, distinguido, elegante, culto, educado, con ese saber estar y esas buenas maneras, con esa clase única e irrepetible que sólo él puede tener.
Cuando él entra en la churrería cada mañana, deja de oler a churros y huele a rosas, a jazmín, a azahar, y todo es hermoso a su alrededor, y yo soy feliz.

Gracias paseante, es un honor,

El camarero de la churrería

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