Hay que
dejar reposar la representación en la cabeza durante un tiempo antes de opinar,
ver qué poso deja, tanto en teatro como en cine, así lo hago siempre, de
inmediato, salvo casos muy flagrantes, no soy consciente plenamente de lo que
ha sucedido delante de mis ojos, es el recuerdo cuando la obra toma forma
dentro de mí, toma mi forma, desde la cual sí soy capaz de analizarla de manera
más segura y fiable, al menos para mí, dado que ser objetivo, y menos en
cuestiones artísticas, es imposible.
La obra
tiene un hito difícil de franquear, una especie de efecto pantallazo que a
priori parece puede distraer de la contemplación del resto, y ese hito se llama
Eusebio Poncela, pero pronto pasa ese temor porque Poncela, si bien hechiza, lo
hace con tal sutileza que no distrae del resto, como sucede en otras
representaciones con actores de campanillas, por denominarlos de alguna manera,
lo cierto es que su interpretación es la clave de la obra, pues da pie a todo
el desarrollo argumental y a la réplica del resto de actores, sin embargo, el
papel es continuo en su presencia pero breve en sus parlamentos, es más la
energía que emana del personaje la que impregna todo, abraza hasta aprisionar
todo de una forma involuntaria podría decirse, tanto por parte del actor como
del personaje, encarna la maldad siendo la maldad inocente misma, que es la más
aterradora, la maldad involuntaria, que le constituye y que atrapa en su red al
señor al que sirve, interpretado por Pablo Rivero.
Pablo Rivero
es, hasta tal punto el alter ego de Poncela que parece en ocasiones como un
desdoblamiento del personaje o su reflejo en un espejo, en un planteamiento
algo fáustico, Rivero vende su alma a Poncela, y se la vende con gusto cayendo
en el abismo de perdición que para él no es sino una salvación a través de la
cual escapa de una existencia mediocre y desdichada, es el placer el que le
redime, pero un placer pervertido, desmedido, insano, la obra no deja de ser un
tanto moralizante en ese aspecto. El señor es servido por su sirviente hasta en
sus últimos deseos de autodestrucción.
Conviene fijarse
en la colosal interpretación de Pablo Rivero y disfrutarla porque en Poncela uno
se va a fijar sí o sí, quiera o no, su carisma te arrastra.
Hay momentos
en la obra en que me evadí de la realidad y me metí tanto en los personajes y
en la situación que por momentos sentí miedo de Poncela, realmente diabólico,
se diría que no sólo pervierte en el escenario sino también al patio de butacas.
El paseante
Excelente obra. Hay algo más peligroso que la maldad inocente. Personas que sin querer hacer el mal, lo hacen. Conozco unas cuantas y son aterradoras. Tanto Tony y Barret ... quién es quién. Cuando alguien hace el mal, hay otro que lo sufre o lo aguanta.
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