jueves, 11 de diciembre de 2014

Mi pequeño Nicolás y yo.




Mi pequeño Nicolás y yo, qué tiempos aquellos!, mi pequeño Nicolás era insaciable, todo lo quería para él, toda la admiración, todo el prestigio, todo el rango, toda la fama, toda la adoración, toda la sumisión, mi pequeño Nicolás era una especie de tirano, un niño caprichoso que nunca tenía suficiente, si el narcisismo tiene nombre se llamaba mi pequeño Nicolás, cada día debía recibir su ración de egolatría y no sólo por mi parte, él arrastraba a lo largo de su vida una cohorte de admiradores, toda una red que sustentaba su idolatría, su naturaleza de dios pagano, y le aupaba a su altar desde el cual él reinaba en las almas de todos sus adoradores, mi pequeño Nicolás era un fenómeno, nunca estaba saciado de fama, de admiración, de amor, nunca descansaba, nunca claudicaba, nunca se daba por vencido, y si alguien no entraba en su juego entonces se la tenía jurada y no paraba hasta aniquilarle de una u otra manera, mi pequeño Nicolás vivía de la nada, de una fama tan falsa que ni siquiera existía, de un prestigio tan postizo que era indemostrable, de unas palabras siempre tan fantásticas que todos nos la creíamos a fuerza de inverosímiles, producía ternura su ingenuidad de niño que todo lo conseguía, su desvalimiento, su fragilidad fingida, su gran poder de embaucador y de que no había torre por alta que fuera que no cayera ante él, mi pequeño Nicolás era el principito de todo y hacía de todo un cuento infantil en el cual todos caíamos hechizados regresando a los sentimientos más tiernos de la infancia, era su camaradería como de guardería infantil, ésa era la clave, el quid del asunto era que el asunto de bobo parecía real y sincero sin serlo, nadie tan bobo puede conseguir todo lo que consiguió, está claro, salvo que la bobaliconería fuera falsa y la argucia de tal calado que a todos nos dejaba tocados y hundidos como en el juego de los barquitos, pobrecillo, hay que protegerle, nunca ha tenido una oportunidad, y cada uno sacaba el Pigmalión que lleva dentro y se ponía a trabajar en su beneficio, hasta que un buen día ya no eras necesario para mi pequeño Nicolás y entonces él sacaba una afilada espada y te cortaba la cabeza sin volverse a acordar nunca más del pobre idiota que cayó presa de su ardid, taimado pequeño Nicolás mío, estés donde estés, engañando a quién estés engañando…, te prevengo, tu juego no durará por siempre…, como ya tuve ocasión de demostrarte, pero no aprendes.

El paseante


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