domingo, 25 de mayo de 2014

La final de la Champions y yo.





La final de la Champions y yo.

Nada de la Plaza del Comercio, del monumento a los descubridores, nada de Alfama, el barrio de pescadores, nada del puente sobre el Tajo, nada de A Brasileira con su eterno Pessoa en bronce a la puerta sentado en su velador, nada de todo aquello, salieron los jugadores al campo de juego y comenzaron a dar patadas un balón, sinceramente, no estoy habituado a que 22 jugadores de fútbol corran sobre mi corazón y pateen inmisericordes mis sentimientos, mis recuerdos de esa bella y nostálgica ciudad que con su voz de fado hace surgir en mi alma toda la dulzura de la saudade.
Y aquello se supone que había que soportarlo durante dos tiempos de 45 minutos cada uno, era demasiado para mi frágil estado de ánimo, un suplicio insufrible que me sentía incapaz de aguantar.
Aquella ciudad, mi querida, añorada, idealizada Lisboa, había sido ninguneada por todas esas hordas que sólo tenían ojos para los 22 jugadores que corrían salvajes de un extremo a otro de mi corazón haciéndolo estremecerse de dolor, de nostalgia, de amargura, de incomprensión.
Nada del Tajo, pensé, ni siquiera la belleza de sus aguas en el delta de su desembocadura, ni siquiera eso, y entonces me di cuenta de que realmente aquello era demasiado, que habían ido demasiado lejos en esa instrumentalización indigna de toda esa belleza ignorada de la ciudad de mis sueños perdidos, de mis ilusiones vanas, de mis amores idos, de la ciudad más triste, melancólica y entrañable a mi corazón, Lisboa.
Y apagué el televisor y me quedé en silencio, en un silencio como de iglesia, y me pareció oler a incienso y cerré los ojos y soñé con la memoria que vagaba por entre toda esa decadente grandeza de iglesias, callejuelas empinadas, tranvías voluntariosos, nubes volanderas, y luz, y al final me quedé dormido y cuando desperté, el partido, ése efímero momento que quiso imponerse estéril a la eternidad de Lisboa, había desaparecido para siempre sin dejar nada tras de sí más que el sabor de la incomprensión del sentido de la belleza verdadera, última y profunda, de la ciudad que muda de sorpresa lo acogió a la fuerza sin imaginar que el fútbol y ella eran algo tan incompatible.
Y ni tan siquiera nada de los gatos…, de la tenue dulzura de sus gatos.

El paseante

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