jueves, 8 de mayo de 2014

Bety, llegó la noche (Aventura veneciana 8).




Bety, llegó la noche y fui a mi punto de encuentro con el diablo y allí estaba esperándome, más seductor y tentador que nunca, con su sonrisa de galán de cine americano y su halo de telúrica grandeza, no pronuncié palabra, su sola contemplación me privó del don de la palabra en una mezcla de miedo y de intenso placer, me sentí enervado, como transportado al más allá, cogido en volandas sobre la laguna me hizo ascender y contemplar Venecia desde las alturas, la ciudad estaba dormida bajo la luz de la luna y brillaba como plata bruñida bajo esa luz cenital, pasamos junto a las antiguas iglesias y todas quedaban a nuestro paso veladas, oscurecidas, como si a nuestro paso se ensombrecieran tapándose la cara por el rubor que las producía contemplarnos, sobrevolamos a ras del agua los canales y al final nos posamos en una de las cúpulas de San Marcos desde la cual pude contemplar cómo él, el diablo, hablaba en no sé qué extraño idioma a la luna y a las estrellas y daba órdenes al universo, conjurando al mundo a su antojo y a la humanidad a su servicio.

Quedé definitivamente mudo, pensé que jamás volvería a hablar, mi pensamiento estaba bloqueado, aquello no era convertirme a nada, aquello era descubrir que yo era parte del diablo, y que no podía escapar de tal maldición, que aunque toda mi vida hubiera intentado vivir de espaldas a esa evidencia, ahora, en aquel justo momento, toda mi vida anterior, mi voluntad, mi bondad, mi fe, se habían desvanecido y habían sido arrojadas lejos de mí, y entonces él, justo, entonces, mirándome fijamente a los ojos desde sus ojos que eran como un abismo del que no podía escapar, me hizo la pregunta:


-          Dime, quieres ser mío para siempre?


(continuará)

El paseante


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