jueves, 28 de noviembre de 2013

La lectura del fin de semana. Retrato del artista adolescente. James Joyce. 1916.



Todos los chicos le parecían muy extraños. Todos tenían padres y madres, y trajes y voces diferentes. Y deseaba estar en casa y reclinar la cabeza en el regazo de su madre. Pero no podía; y lo que quería, por lo menos, era que se acabaran el juego y el estudio y las oraciones para estar en la cama.
Bebió otra taza de té caliente y Fleming le dijo:
-¿Qué tienes? ¿Te duele algo o qué es lo que te pasa?
-No sé -dijo Stephen.
-Lo que tú tienes malo es el saco del pan -dijo Fleming-, porque estás muy pálido. ¡Eso se te pasa!
-Sí, sí -dijo Stephen. Pero la enfermedad no estaba allí. Pensó que lo que tenía enfermo era el corazón, si el corazón podía estarlo. ¡Qué amable que había estado Fleming interesándose por él! Sentía ganas de llorar. Apoyó los codos en la mesa y se puso a taparse y destaparse los oídos. Cada vez que destapaba los oídos, se oía el ruido del comedor. Era un estruendo como el del tren por la noche. Y cuando se tapaba los oídos, el estruendo cesaba, como el de un tren dentro de un túnel. Aquella noche en Dalkey el tren había hecho el mismo estruendo, y, luego, al entrar en el túnel, el estrépito había cesado. Cerró los ojos, y el tren siguió sonando y callando; sonando otra vez y callando. ¡Qué gusto daba oírlo callar y volver de nuevo a sonar fuera del túnel y luego callar otra vez!
Comenzaron a venir a lo largo de la estera del centro del refectorio los de la primera división, Paddy Rath y Jimmy Magee, y el español al que le dejaban fumar cigarros, y el portuguesito de la gorra de lana. Y cada uno tenía su manera distinta de andar.
Se sentó en un rincón del salón de recreo, haciendo como que miraba un partido de dominó, y por dos o tres veces pudo oír la cancioncilla del gas. El prefecto estaba a la puerta con varios muchachos y Simón Moonan le estaba atando las mangas falsas del hábito de los jesuitas ingleses. Estaba contando algo acerca de Tullabeg.
Por fin se marchó de la puerta y Wells se acercó a Stephen y le dijo:
-Dinos, Dédalus, ¿besas tú a tu madre por la noche antes de irte a la cama?
Stephen contestó:
-Sí.
Wells se volvió a los otros y dijo:
-Mirad, aquí hay uno que dice que besa a su madre todas las noches antes de irse a la cama.
Los otros chicos pararon de jugar y se volvieron para mirar, riendo. Stephen se sonrojó ante sus miradas y dijo:
-No, no la beso.
Wells dijo:
-Mirad, aquí hay uno que dice que él no besa a su madre antes de irse a la cama. Todos se volvieron a reír. Stephen trató de reír con ellos. En un momento, se azoró y sintió una oleada de calor por todo el cuerpo. ¿Cuál era la debida respuesta? Había dado dos y, sin embargo, Wells se reía. Pero Wells debía saber cuál era la respuesta, porque estaba en tercero de gramática. Trató de pensar en la madre de Wells, pero no se atrevía a mirarle a él a la cara. No le gustaba la cara de Wells. Wells había sido el que le había tirado a la fosa el día anterior porque no había querido cambiar su cajita de rapé por la castaña pilonga de Wells, por aquella castaña vencedora en cuarenta partidos. Había sido una villanía: todos los chicos lo habían dicho. ¡Y qué fría y qué viscosa estaba el agua! Y un muchacho había visto una vez una rata muy grande saltar y ¡plum! zambullirse de cabeza en el légamo.

Retrato del artista adolescente
James Joyce

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